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martes, noviembre 18, 2025
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Mi trofeo como agitador

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En la casa de huéspedes donde viví por años en la Ciudad de México, y en las distintas casas que habité después, en esa juventud entregada a amar a tontas y a locas, conservé por mucho tiempo un cubo de madera pintado de blanco. Era la base de una maceta ornamental, y yo la cuidaba como el gran trofeo de mi pálida lucha social. A mi regreso a Tepic, la traje conmigo. Debe andar por ahí, extraviada en algún rincón de la casa de mi madre mayor que tres madres tuve, o quizá, después de tanto tiempo, ya se la comieron las polillas.

Mi radicalismo, lo confieso, nunca fue heroico. No llegó más allá de patear algunas de esas macetas y sus bases de madera, derramando la tierra sobre el asfalto impecable del circuito de Ciudad Universitaria. Era marzo de 1980 , y las calzadas habían sido adornadas con un esmero servil para recibir al presidente José López Portillo. Él, en un supuesto propósito de sanar las heridas que su antecesor había abierto a fuego y sangre en 1968 y 1971, acudiría a inaugurar un rimbombante simposio llamado Universidad y Sociedad. El nombre mismo era una trampa: el poder diciéndole a la academia cuál debía ser su función social.

Pero los estudiantes nos opusimos. No queríamos al Presidente en nuestro territorio. No queríamos la bota militar, disfrazada de mocasín presidencial, pisando el lugar que aún olía a pólvora y a pérdida. Unos miles de muchachos (quizá no tantos, la memoria tiende a la épica) marchamos por el circuito universitario con las consignas de siempre, esas que nunca caducan: reclamábamos el respeto a la autonomía universitaria.

El simposio, por supuesto, terminó posponiéndose. La marcha dejó unos pequeños destrozos en la ruta hacia una zona de viveros donde, se decía, habría un brindis o una comida para el Presidente. De esa refriega menor, de ese botín insignificante, conservé yo mi cubo blanco. Mi trofeo.

La prensa del día siguiente hizo su trabajo. Fiel a su costumbre de eco del poder, nos calificó de “grupúsculos” y “grupos minoritarios de agitadores”. Ése es el vocabulario eterno del Estado: minimizar, deslegitimar, convertir un reclamo en un delito. Yo, que apenas había pateado una planta, me sentí, al leerme descrito así, un Che Guevara, un Zapata, un Lozada. Los opinadores de la época, esos guardianes de la respetabilidad, dijeron que nuestra marcha era una “agresión” y una “falta de respeto” a la investidura presidencial. Aquellos análisis eran música para los oídos del poder. Y, paradójicamente, eran miel pura para nuestros oídos muchachos. Ser llamados “agitadores” por un sistema que despreciábamos era la confirmación de que existíamos.

La acusación, repetida en algún editorial, de que éramos manejados por “potencias extranjeras”, simplemente nos daba risa. Unos pocos medios críticos, queriendo abultar nuestra gesta, reportaron una marcha de 30 mil jóvenes aguerridos. Multiplicaron el número por diez, tal vez, pero se agradecía el gesto.

Unas semanas después, encontré en la revista Siempre! un artículo de Alejandro Gómez Arias. Su opinión era positiva sobre aquella manifestación. No podía ser de otra manera. Gómez Arias no era un burócrata ni un aplaudidor. Había sido el líder estudiantil y el gran orador del movimiento de 1929; el hombre que, junto a su generación, luchó y consiguió la autonomía para la UNAM. Él sí entendía de qué iba la cosa. Entendía que la universidad es, por naturaleza, un espacio de disenso, y que la presencia del poder presidencial, especialmente la de aquel que encarnaba la herida de Tlatelolco, era una provocación. Él entendía la autonomía como un ejercicio vivo, no como una placa de bronce en un muro.

He traído a mi memoria estos detalles (el cubo blanco, los “grupúsculos”, el orgullo de ser llamado agitador) con motivo de la marcha de la llamada “generación Z” el sábado pasado. Y, sobre todo, por la reacción del poder ante ésta.

Leo y escucho las acusaciones y no puedo evitar una sonrisa amarga. Que si la ultraderecha está detrás, que si son los partidos políticos, que si son los abuelos resentidos los que manipulan a los jóvenes. Es el mismo guion. El mismo libreto polvoso que usaron contra nosotros en 1980. Y en 1971, Echeverría. Y en 1968, Ordaz. Los poderosos de hoy, que se sienten herederos de los luchadores de entonces, lo son de los que ocuparon la silla presidencial.

La ironía es monumental, casi grotesca. Ellos, que ganaron la calle, que paralizaron la Ciudad de México, que en la protesta forjaron su camino y construyeron su legitimidad , hoy reprueban cualquier descontento que no lleve su firma. Ellos, que vivieron de ser llamados “grupúsculos” y “agitadores” por el poder priista, ahora usan exactamente el mismo lenguaje para descalificar a quienes marchan. Han olvidado lo que se siente ser minoría y tener una queja legítima. Se han convertido en aquello que juraron destruir: en los guardianes de la “investidura”, en los ofendidos por la “falta de respeto”.

La diferencia, claro, es la que apunta el borrador de mi memoria: Gómez Arias escribió como un hombre de ideas, no como un hombre de poder. A quienes hoy gobiernan no se les puede exigir lo mismo, porque ahora son el poder absoluto. Pero ese poder absoluto corrompe y también borra la memoria. Les impide ver que una marcha de jóvenes pidiendo seguridad o medicinas no es un complot de la CIA ni de la ultraderecha internacional; es sólo eso, un grupo de jóvenes pidiendo seguridad y medicinas.

Lo mínimo que podrían hacer es ejercer su poder con un poco de tolerancia, aunque a esos muchachos los acompañen sus abuelos o alguno que otro impresentable. Pero el poder hegemónico no tolera, sólo descalifica. Está obsesionado con las métricas. Su única vara de medir es el Zócalo lleno o el Zócalo vacío. Han olvidado que la validez de un reclamo no se mide en hectáreas de gente. La validez de un reclamo reside en la razón que lo asiste. La historia la hacen también los “grupúsculos” que patean una maceta y le recuerdan al poder que la autonomía, la seguridad o la salud son derechos. Mi trofeo blanco, comido por las polillas, vale tan poco como aquella protesta; pero el derecho a protestar lo vale todo.

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