
¿Se ha preguntado cuántas personas con discapacidad viven en Nayarit? No es una cifra menor ni una nota al pie. Según datos del INEGI, el 5.5 por ciento de la población estatal, 68 mil 216 personas, vive con alguna discapacidad. De ese universo, 22 mil 858 habitan en Tepic. Es decir, una de cada tres personas con discapacidad en el estado vive en la capital. Pero Tepic no solo concentra población. Concentra desigualdad, omisiones y exclusión estructural.
La pregunta incómoda surge sola, si hay tantas personas con discapacidad en la ciudad, ¿por qué casi no se ven en las calles? La respuesta no es que no existan. Es que la ciudad no les permite existir con autonomía. Para la mayoría, desplazarse implica un esfuerzo físico, emocional y económico que rebasa cualquier lógica de derechos. Solo unos pocos logran una independencia relativa, casi siempre a costa de un entrenamiento constante y una adaptación forzada. Entre ellos está el colectivo Chuecoras, que cada fin de semana entrena no por gusto ni por deporte, sino para sobrevivir a una ciudad hostil.
Porque en Tepic, moverse en silla de ruedas no es ejercer un derecho: es negociar con el riesgo. Banquetas rotas, rampas simbólicas, escalones innecesarios y semáforos que no consideran el tiempo real de cruce convierten cada trayecto en una prueba de resistencia. Para quienes no tienen fuerza suficiente, acompañamiento constante o recursos económicos, la consecuencia es clara: dejar de salir. El aislamiento no es una decisión personal; es una consecuencia directa de cómo se construye y se administra la ciudad.


La exclusión no termina en la vía pública. Se reproduce en el sistema educativo, donde muchas personas con discapacidad abandonan la escuela porque no hay rampas, baños accesibles ni condiciones mínimas para desplazarse dentro de los planteles. Se reproduce en el mercado laboral, donde el discurso de inclusión se derrumba frente a un escalón, una puerta estrecha o un baño inaccesible. Nadie dice abiertamente “no te contratamos por tu discapacidad”, pero el mensaje se vuelve evidente cuando el espacio no está pensado para recibirte.
La movilidad termina de cerrar el círculo. En Tepic no existe un sistema de transporte público accesible. No hay camiones con rampas ni rutas pensadas para personas usuarias de silla de ruedas. La alternativa son los taxis, cuando aceptan subir una silla, con costos que pueden alcanzar los 150 pesos por traslado. Para alguien con ingresos limitados, eso implica elegir entre trabajar, estudiar o simplemente salir de casa. En esta ciudad, para muchas personas con discapacidad la ecuación es brutalmente simple, trabajas para trasladarte no para vivir, apenas subsistes. No hay margen para más.
A esta realidad se suma un problema del que casi no se habla, las sillas de ruedas. La mayoría de las personas con discapacidad motriz utiliza sillas ortopédicas básicas, muchas veces entregadas por el gobierno como gesto de buena voluntad. El problema es que estas sillas, pesadas y poco funcionales, tienen una vida útil de apenas seis meses a un año, pesan hasta 20 kilos y dificultan el desplazamiento autónomo. Ayudan a sobrevivir, no a vivir.
Quienes no acceden a estas sillas gubernamentales gastan entre mil 800 y 6 mil 500 pesos creyendo que esa será la solución. No lo es. Las sillas que realmente permiten movilidad independiente, las llamadas sillas activas, pesan la mitad, duran entre cinco y diez años, reducen el esfuerzo físico y favorecen la autonomía. El detalle es el precio, rondan entre 15 mil y 40 mil pesos, fuera del alcance de la mayoría. Por eso colectivos como Chuecoras recurren a organizaciones civiles como Vida Independiente México para poder acceder a ellas, esto implica traslados constantes a la Ciudad de México, porque en Nayarit el apoyo institucional es prácticamente inexistente o aparece solo para la foto.
Mientras tanto, la narrativa oficial (pública o privada) insiste en hablar de inclusión, derechos y movilidad universal. Pero la realidad, la que se vive a ras de banqueta, dice otra cosa. Aquí, la discapacidad no empieza en el cuerpo; empieza en el diseño urbano excluyente.
Los datos no solo miden; también advierten. La Encuesta Nacional sobre Discriminación 2022 muestra que en Nayarit la discriminación hacia las personas con discapacidad creció de forma significativa en apenas dos años. No es una cifra fría ni aislada, es el reflejo de una ciudad que sigue pensándose desde la normalidad aparente, desde la comodidad de quienes no enfrentan estos obstáculos, desde la falsa idea de que moverse siempre será fácil y de que el cuerpo nunca cambia.
Pero la exclusión no se limita a la infraestructura. A la ciudad hostil se le suma una mirada social igualmente dura. Como si no bastara con enfrentar calles imposibles y sistemas que fallan, muchas personas con discapacidad también cargan con el desprecio cotidiano, la prisa que empuja y hace más pesada la silla, el bastón o las muletas, la mirada que incomoda, el gesto que estorba. Hay una violencia silenciosa en esa indiferencia, en asumir que quien se mueve más lento estorba, en tratar la discapacidad como un problema individual y no como una falla colectiva.
Esa falta de empatía no es casual. Nace de una cultura que idolatra la productividad, la velocidad y el cuerpo “funcional”, y que margina todo lo que no encaja en ese molde. La ciudad aprende a excluir porque le resulta más cómodo que cuestionarse a sí misma.
Tal vez por eso las personas con discapacidad parecen ausentes en las calles de Tepic. No porque no existan, sino porque la ciudad ha aprendido a volverlas invisibles. Las empuja fuera del espacio público mediante banquetas inaccesibles, transporte inexistente y servicios que no consideran su presencia, se le suma la discriminación y la falta de empatía. La ausencia no es casual ni natural; es el resultado de cómo se diseña y se gobierna la ciudad.
La accesibilidad no beneficia solo a quienes hoy la necesitan. Define si el espacio público es realmente compartido o si funciona como un filtro silencioso que decide quién puede circular y quién debe quedarse fuera. Tepic aún puede replantearse desde ahí, como una ciudad que normaliza la exclusión o como una que entiende que garantizar movilidad y autonomía no es un gesto extraordinario, sino la base mínima para que todas las personas puedan habitarla.



