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martes, diciembre 23, 2025
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Nicea y la Navidad

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En medio de las tensiones despertadas en sectores eclesiales afines a la 4T a propósito del Mensaje publicado por los Obispos mexicanos desde su CXIX Asamblea Plenaria por las expresiones críticas hacia la narrativa gubernamental que no se corresponde “con la experiencia cotidiana de millones de mexicanos” y, más aún, por las referencias a “la resistencia cristera que nos interpela” a casi un siglo de distancia y de la atención prestada a los ajustes en la FGR, a las tensiones crecientes entre Donald Trump y Nicolás Maduro o al triunfo de José Antonio Kast en las recientes elecciones en Chile, el primer viaje apostólico del Papa León XIV a Turquía y Líbano ha merecido apenas alguna referencia secundaria.

Sin embargo, se trata de un viaje relevante desde el punto de vista de la senda hacia la reunificación en la diversidad entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa después de casi mil años del cisma que les separó y les llevó, incluso, a excomuniones mutuas, y sesenta y un años del inicio del diálogo entre ambas iglesias con el encuentro entre el Papa Paulo VI y el Patriarca Atenágoras.

La ocasión para este viaje y para el encuentro entre el Papa León XIV y Bartolomé I, Patriarca de Constantinopla ha sido el 1700° aniversario del Concilio de Nicea del que surgió una declaración conjunta en cuyo párrafo inicial dan gracias a Dios por el don de ese encuentro fraternal y afirman: “Siguiendo el ejemplo de nuestros venerables predecesores y atendiendo a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, continuamos caminando con firme determinación por la vía del diálogo, en el amor y en la verdad (cf. Ef. 4,15), hacia la anhelada restauración de la plena comunión entre nuestras Iglesias hermanas” y lo ubican en el contexto de la conmemoración del primer Concilio Ecuménico de Nicea, cuyo Credo expresa la fe que une a ambas Iglesias:

“La fe salvadora en la persona del Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, “homooúsios” con el Padre, que por nosotros y por nuestra salvación se encarnó y habitó entre nosotros, fue crucificado, murió y fue sepultado, resucitó al tercer día, subió a los cielos y ha de volver para juzgar a vivos y muertos. A través de la venida del Hijo de Dios, somos introducidos en el misterio de la Santísima Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— y estamos invitados a llegar a ser, en y a través de la persona de Cristo, hijos del Padre y coherederos con Cristo por la gracia del Espíritu Santo”.

En esa misma Declaración, hacen referencia al propósito de unificar la fecha de la Pascua, a la contribución fundamental y vivificante a la paz entre todos los pueblos como uno de los objetivos de la unidad buscada y el rechazo de cualquier uso de la religión y del nombre de Dios para justificar la violencia…

En ese contexto, el Papa León XIV ha escrito una Carta Apostólica que lleva por título “In unitate fide” [En la unidad de la fe], la cual, a su vez, remite a un documento más amplio de la Comisión Teológica Internacional titulada “Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. El 1700 aniversario del Concilio Ecuménico de Nicea”, que “ofrece útiles perspectivas para profundizar en la importancia y actualidad no solo teológica y eclesial, sino también cultural y social del Concilio de Nicea”.

“In unitate fide”, a su vez, remite, en primer lugar, a diversos textos bíblicos [Marcos 1,1; Romanos 1,9; 2 Corintios 1,19-20; Juan 1,14] en los que se hace mención, de diversas maneras, a la confesión de fe en Jesucristo, Hijo de Dios, la cual constituye “el corazón de la fe cristiana” y, como veremos más adelante, el fundamento de la celebración cristiana de la Navidad.

En seguida. contextualiza el Concilio realizado en la ciudad de Nicea [hoy Iznik, Turquía] apenas 12 años después del Edicto de Milán promulgado por los emperadores Constantino y Licino y en el entorno de la disputa acerca de la manera “como había de entenderse la expresión ‘Hijo de Dios’ y cómo conciliarla con el monoteísmo bíblico”.

Arrio, un presbítero de Alejandría, enseñaba que Jesús no es el Hijo de Dios en sentido pleno, pero tampoco una simple criatura, sino un ser intermedio entre Dios y nosotros que habría comenzado a existir en el tiempo.

Alejandro ―obispo de Alejandría en ese momento―, se dio cuenta de que esas enseñanzas no eran coherentes con la Sagrada Escritura y convocó a los obispos de Egipto y Libia a un Sínodo que condenó la enseñanza de Arrio suscitándose una de las mayores crisis en la historia de la Iglesia por la tensión que surgió entre los seguidores de Arrio y quienes estaban de acuerdo con la condena de su enseñanza.

El emperador Constantino intuyó que esa confrontación amenazaba no solo la unidad de la Iglesia, sino la del Imperio y convocó a un concilio ecuménico para restablecer la unidad, al que asistieron 318 obispos ―la gran mayoría de las iglesias de Oriente― y que fue precedido por el propio emperador.

Desde el punto de vista doctrinal el fruto principal de dicho Concilio fue el Credo niceno y San Atanasio, “la roca” sobre la que se cimentó…

En el punto clave de la manera en que había de entenderse la expresión “Hijo de Dios”, en el Credo antes mencionado se proclama: “Creemos […] en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, el cual por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día; subió a los cielos y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Jesucristo, pues, para los obispos reunidos en Nicea, es el Hijo de Dios en sentido pleno, “engendrado de la sustancia del Padre” [ek tés ousías toú patrós], y, por ello, “consustancial al Padre” [omooúsion tó patri] que “descendió y se encarnó” [katelzónta kai sarkozénta] “en el vientre humilde y puro de María”…

Precisamente, por ser el Hijo consustancial al Padre que se “hizo carne”, en Navidad, los cristianos celebramos el nacimiento del Niño-Dios o del Dios-Niño, del Hijo de Dios humanado… nada más, nada menos…

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