Cada quien tenemos en el alma un panteón personal y cada panteón es distinto, unos desiertos, otros poblados. Apenas llega el primer morador, empieza a doler. Conforme crece, el dolor es intermitente y luego permanente. Acepta un solo visitante, sin horario. A veces ahí vagamos días, noches enteras. Los encuentros con nuestros muertos son de escasas palabras, algunos susurros y abundantes silencios; de imágenes obsesivas pero fugaces. En el equilibrio de la existencia, los que habitan la vida aligeran el peso de nuestros muertos. La longevidad trae consigo su costo inevitable: un panteón en el alma que a veces sólo espera la propia presencia para cerrar por dentro la puerta, pues en la vida sólo quedan los amores menores y/o las compañías de fin de viaje. Son los panteones sin dos de noviembre.