Mario Coz

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Por Salvador Mancillas

Conocí a Mario Coz en Las Banderillas, a mediados de los ochenta, en una comida donde alguien nos anunció que Mario Coz había recibido un premio de cuento, un día antes.

Por primera vez vi su rostro de treintañero ꟷél me llevaba exactamente diez añosꟷ, turbado a causa de los reflectores que le llegaron de sopetón.

Pronto se enteró de que me gustaba la literatura y de que era un lector tan ansioso como él, y ya no me dejó en paz por ningún momento. Me interrogó como policía; “qué libros había leído”, “qué autores me gustaban”, y que estaba escribiendo en ese momento, como asombrado de que en un pueblito como Tecuala pudiera existir alguien interesado en leer y escribir.

Yo todavía no vivía en Tepic, así que, ya relajados y en gran tono de camaradería, quedamos de vernos en la siguiente semana y me citó, por supuesto, en el célebre Café Diligencias, donde lo encontré acompañado de Silvia Camarena, que por ese entonces hacía Teatro Experimental con algunas obras de él, que a mí no me gustaban.

Nos pasamos todo el día en el café y luego nos fuimos a emborrachar hasta quedar babeando, allá por la colonia Morelos, que era la casa de sus padres.

Su cuarto no tenía nada, ni una silla, sólo libros, libros, muchos libros, una montaña de libros que llegaba, sin exagerar, hasta el techo.

Luego de leerlos, los arrojaba a esa especie de hoguera del silencio que era su montaña de papel, y no los volvía a agarrar si no aguantaban el terrible juicio de su crítica. La palabra demoledora que utilizaba, muy recordada por sus amigos, era la siguiente: “este libro está infumable”.

En realidad, de él aprendí a leer algo, porque yo era (y quizá lo sigo siendo) un lector indisciplinado, todo lo contrario de Mario Coz. En aquel tiempo él leía de todo (filosofía, drama, novelas, poesía, periódicos), y aunque desde su punto de vista algún texto fuera catalogado de infumable al empezar a escudriñarlo, lo leía de todos modos, de cabo a rabo, hasta las solapas y el colofón. Al contrario de Borges, leía los libros completos, con paciencia, aunque no le gustaran.

ꟷSi son infumables, para qué los lees, cabrónꟷ, le decía yo.

ꟷPara que no me cuenteen.

Aparte, los rayaba y dejaba comentarios jocosos al margen, o bien versos intempestivos, chispas alucinadas y momentáneas que exigían ser puestas por escrito con imperiosidad. A veces surgían poemas enteros ahí, o canciones que luego el José Luis Rochín musicalizaba.

Después me enteraría de que, esa costumbre de poner ocurrencias inspiradas en los márgenes de los textos, la había tomado de su tocayo Mario Santiago Papasquiaro, líder y creador del movimiento infrarrealista, a quien conoció en la ciudad de México y con el que tuvo muchas andanzas, junto con ese otro gran poeta nuestro, ya desparecido también, Bernardo Macías Mora.

Por ese entonces, Mario Coz era muy rebelde; pero con el tiempo fue depurando, tanto su carácter como el rumbo personal e intelectual a seguir. En el café Diligencias discutía mucho, con bromas pesadas de por medio, con José Luis Rochín, a quien conocí un poco después que él. Discutían de música, por supuesto, pues el Rochín le daba la contra con Beethoven, con afán de molestarlo.

Mario Coz le contestaba afirmando que era mil veces superior Vivaldi el de las Estaciones, pues «hasta el himno a la alegría de Beethoven está medio apachurrado», decía Mario Coz, muerto de la risa. «¡Apa alegría de cabrón!».

Por ese tiempo ya había detectado su rumbo espiritual, según sus palabras: captar el filo alegre y humorístico de la vida; abandonar la pesadez y las rémoras que arrastramos desde que iniciamos nuestro recorrido, aquí en la Tierra.

«No seas quejumbroso, ya deja el aplatane», le decía Mario a Rochín, quien tenía una marcada tendencia a la depresión, motivo por el cual lo bautizó, en ese momento, como “El Vibras”, mote que Rochín tomó de buen humor al resultar como una caricatura de su propia condición. Y entre los compas se le quedaría ese apelativo de el Vibras. «¡Aguas, ahí viene el vibras», decía Mario cuando llegaba José Luis al Diligencias! “¡Nalgas a la pared!”.

El estilo a concretar en la literatura debía coincidir con el modo de ser en la vida, decía Mario Coz. Si buscas la diafanidad y aquello que se deja sentir con buen humor; si te topas con lo que te libera en lugar de hundirte, entonces vas por buen camino.

En esa lógica se generó un gran cambio en Mario, quien, de utilizar un humor agudo, ácido, a veces ofensivo, pasó a un nuevo refinamiento literario, que se expresa en sus cuentos, crónicas y poemas. Alcanzó un humor infantil, clarividente y celebratorio, con el cual ya no señalaba directamente la ridiculez de los personajes, sino que buscaba que el lector las vislumbrara indirectamente a partir de sus descripciones y narraciones en sus crónicas.

Después, con la influencia profunda de Carlos Castaneda, empezó a creer en un mundo trascendente lleno de magia, energías y fuerzas vitales, que sólo son capaces de detectar los maestros-brujos, como Don Juan, el personaje central de los libros de ese autor, a partir de una sabiduría milenaria acumulada por nuestros ancestros nativos.

Por eso Mario ponía atención, no sólo a los libros, sino principalmente al mundo, para entenderlos, para captar ese filo mágico, absurdo pero vital, transparentado (aunque no de forma obvia) en cada acontecimiento de la realidad humana. Puedo poner el ejemplo de “El Príncipe”, un vagabundo que merodeaba por las calles del centro de Tepic, en los años noventa.

Se trataba de un hombre de pelo abundante, castaño y de movimientos desparpajado, con un rostro parecido al Hulk de la primera versión, el de Lou Ferrigno, sin que se pudiera encontrar en su semblante emoción negativa alguna. Todo lo contrario, pese a su cara de Hulk, tenía un carácter sereno y hasta alegre, por su modo de mirar, siempre sonriente, aunque distraído. Mario lo bautizó con el mote de “El Príncipe”, por su apariencia y modo de comportarse, que le parecía “algo aristocrático”, pese a sus andrajos pestilentes, las costas de mugre en la piel y la cabellera dura por el desaseo.

Tenía una pierna hinchada, como con linfedema, que lo obligaba a cojear y arrastrar la planta del pie por las banquetas, sin perder su postura en “levitación”, como si ese hombre de treinta y tantos años existiera ꟷno al ras del mundoꟷ, sino por encima de él.

La primera vez que lo vi, fue en una esquina del centro de la ciudad, frente a Palacio de Gobierno, fumando con despreocupada naturalidad, mientras recargaba la espalda y su pierna enferma en la pared, como si el linfedema no le mereciera el menor cuidado.

El contraste entre su comportamiento y su actitud parecía cómico a muchos, porque no fumaba cualquier cigarro, sino de la marca Benson & Hedges mentolados, extra largos y de una envoltura blanquísima que contrastaba con sus ropas mugrientas. Era su afición y, casi siempre, a determinada hora de la mañana, se le podía ver ahí en esa actitud relajada y entregada al placer de fumar y exhalar el humo con pasmosa elegancia.

La primera vez que lo vi me desconcertó, pero también me causó repulsión por la fetidez de sus ropas. El poeta Mario Coz, percibió mi turbación y trató de explicarla en términos filosóficos algo bruscos.

“Cuando rechazamos a alguien, es porque nos recuerda algo de nosotros mismos que no acaba de gustarnos”, dijo mi amigo, sarcástico. “Él refleja a la sociedad, sus miserias”, prosiguió; “pero también refleja la vida, los motivos para disfrutarla. Por eso este hombre, no puede definirse como un mendigo, sino como un príncipe a quien le es indiferente la miseria de su mundo y se entrega a la felicidad que otorga el placer de fumar”.

Me intrigó la extraña dialéctica del comentario y me sumió en confusiones que me fue imposible superar en aquel entonces. Sobre todo, me desconcertaban todas las significaciones que suele desprender la vista del cuerpo de los otros; es decir, de cómo algo “natural” es, no obstante, intrínsecamente social y hasta mágico, como lo veía Mario Coz. ¿Quién resuelve esta paradoja?

Lo entendería mucho después, cuando años más tarde Mario Coz escribió su himno divinalista, postura literaria creada por él, que refleja un modo de pensar profundo que seguro le sirvió para sortear las molestias de la larga enfermedad que, finalmente, lo llevaría a la tumba:

Sé libre de tus miedos

Sé libre de tus limitaciones

Sé libre de tus celos

Sé libre de tus amarguras

Sé libre del rencor

Sé libre de la desesperanza

Sé libre de tus prejuicios

Sé libre de tus envidias

Sé libre de tus codicias

Sé libre de tus tristezas

Sé libre del desengaño

Sé libre de la ambición

Sé libre de los apegos

Sé libre de los excesos

Sé libre del orgullo

Sé libre de la ira

Sé libre de todo lo que pueda destruir tu cuerpo

Sé libre de todo lo que pueda destruir tu mente

Sé libre de todo lo que pueda dañar tu espíritu

Sé libre de todo lo que pueda dañar tu corazón

Sé libre de todo lo que pueda envenenar tu alma

Sé libre de los chismes

Sé libre del desamor

Sé libre del deseo

Sé libre de la ilusión

Sé libre del desencanto

Sé libre de la frustración, no eres perfecto, estás para aprender de tus fallas

Sé libre del pesimismo, no insultes la grandeza y magia del infinito, todo es posible.

Nota: A Mario Coz le desconcertara que, poseyendo una mente un cuerpo evolucionado y mágico (es decir, divinal), tendiera a destruirse a sí mismo en vulgaridades y cosas insulsas, debido a la importancia excesiva que les damos. Eso explica su último verso.

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