Por Ernesto Acero C.
El Gobernador de Nayarit Miguel Ángel Navarro Quintero ha sido meridianamente claro cuando se refiere a las desigualdades que gravitan en la sociedad actual. Algunas personas pueden ejercer su derecho a una buena alimentación, pero otras ni siquiera cuentan con lo más básico. Otras personas pueden acceder a servicios médicos particulares sin preocuparse por los costos y otros, ¡ni pensarlo! En el caso de la salud, el Gobernador Navarro ya ha dado un salto enorme al lograr que todos los nayaritas tengan acceso a los servicios médicos. Lo mismo ocurre en el caso de la educación, donde algunos pueden pagar costosas universidades y otros ni siquiera pueden acceder a la educación pública.
Ese no es un fenómeno exclusivo del estado de Nayarit. Es un problema que se registra en nuestro país y en cualquier otra parte del mundo. En algunas regiones del país o del mundo, cierto, con diferencias notorias.
Mientras que un multimillonario compra empresas en miles de millones, otras personas deben ingeniárselas para adquirir unos cuantos alimentos para sus hijos. Este fenómeno tampoco es nuevo. No por ser una realidad de siglos, no deba resolverse y menos aceptarse con la cerviz doblada. Era el siglo XIX (1884) cuando Salvador Díaz Mirón escribía versos contundentes y vigentes hasta la fecha: “Sabedlo, soberanos y vasallos, / próceres y mendigos: / nadie tendrá derecho a lo superfluo / mientras alguien carezca de lo estricto”. Esos versos subversivos siguen siendo vigentes y consigna de cualquier sociedad mínimamente democrática.
La Ley del Embudo a la que hacía referencia Díaz Mirón, ha sido y será improcedente en cualquier momento. No se trata de hacer una sociedad plana, en donde las diferencias no existan. Las diferencias no solamente deben existir, sino que deben ser promovidas. Solamente que resulta una soberana estupidez suponer que las diferencias deben manifestarse en escenarios sociales donde la gente muere de hambre.
De lo que se trata es que las libertades de las personas sean viables. Nada pueden hacer quienes han heredado la pobreza de sus padres, dicho sea parafraseando a Efraín Huerta. Para eso se requiere construir una sociedad en la que se asegura un piso básico para la existencia. No se trata de regalar nada a nadie, pues como bien se suele decir, “No hay fiesta gratis”. De lo que se trata es de romper con esa pobreza estructural, esa que se hereda de padres a hijos.
El objetivo no debe ser arrastrar hasta la miseria a todo mundo. El objetivo debe ser garantizar un generalizado nivel de desarrollo humano, al menos básico. Con educación, con alimentación básica, con acceso a servicios de salud, con acceso a una actividad productiva, entre otros derechos, las personas pueden estar en condiciones de realizar todo su potencial.
Las actuales condiciones en donde deben desarrollarse las personas, no son las mejores. Las libertades del ciudadano, son puramente enunciativas, una y otra vez. Me refiero principalmente a los derechos humanos antes citados. Esos derechos lo mismo los tiene un hijo de los privilegiados que los tiene un menor que debe trabajar para no morir de hambre o para ayudar a sus padres a llevar alimentos a su casa. “Su casa”, es un decir, pues si las personas no pueden ni siquiera alimentarse, menos tienen para una casa, para un auto o para otras cosas.
Nadie quiere nada regalado. Todas las personas requieren y desean desarrollar plenamente su potencial humano. No toda la gente va a trabajar en una fábrica, o en una tienda comercial. Todo mundo tiene un potencial que puede desplegar al seno de una sociedad que requiere de esa vastedad de potencias humanas, de esa actividad humana.
Parte de la naturaleza humana, como lo sostenía Bertrand Russell, se expresa en cierto nivel de pugnacidad. Esta se traduce en proclividad a la violencia en alguna de sus formas y en distintos grados. En condiciones de adversidad, las personas de pronto se ven orillados a dejarse llevar por esa violencia. Es una violencia que se expresa socialmente y que puede ser estimulada por ejemplos a seguir, como la actividad que se expresa en la forma de crimen organizado.
Las personas observan que hay personas que actúan fuera de la ley y que de esa manera se enriquecen. La gente ve como hay personas con retraso mental acentuado que ascienden en la escala social por rutas como la abyección absoluta, lamiendo el betún de sus exaltados guías. Eso molesta a muchas personas que no saben lidiar con esos escenarios. Eso lleva a la violencia.
La desigualdad, pues, es un excelente caldo de cultivo para la violencia social. La demagogia no resuelve absolutamente nada.
El “mal” ejemplo cunde, quizá, con mayor velocidad que el “buen” ejemplo. Si a las personas se les cierra el paso al mundo de las oportunidades para desplegar su potencial humano, lo que puede ocurrir es que las busquen a sangre y fuego. En buena medida eso es lo que vemos.
Esa enfermiza ambición alimenta la violencia. Esa ambición patológica de pronto ve cerrada las puertas al “ascenso social” y se desatan los mil diablos. Lo anterior se expande de manera explosiva en una sociedad de consumo (“suciedad de consumo”, la llamó Dalí), en la que no se adora al becerro de oro, sino al oro del becerro.
Un fantasma recorre a la sociedad actual, el fantasma de la desigualdad. Se trata de un fantasma que se manifiesta en la vida cotidiana de las personas, por la falta de oportunidades, por la ausencia de un piso medianamente parejo. Por tanto, ese fantasma solamente puede ser exorcizado mediante políticas públicas que abatan los niveles de desigualdad y que coloque un piso parejo en términos de oportunidades. Piso parejo, aunque no para hacer una sociedad plana.
Quizá se asuma un planteamiento de esa naturaleza como una consigna comunista o populista, pero no es así. Esa propuesta tiene raíces profundas en la construcción de una nación como la que ahora es México. Me refiero a esas palabras plasmadas en Los sentimientos de la Nación, documento presentado en 1813 en el Congreso de Chilpancingo por José María Morelos: “Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales y sólo distinguirá a un americano de otro, el vicio y la virtud”. Ni Morelos, ni nadie más, propone construir una sociedad plana, sin diferencias. Esas diferencias deben ser las que distingan un elevado potencial de una persona de otra y no las diferencias por una pobreza que se hereda de los padres, dicho sea parafraseando al glorioso poeta Efraín Huerta.