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sábado, agosto 2, 2025
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En defensa de la lectura

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Con afecto y respeto a un apasionado de la promoción del arte y la cultura, el profesor José Inés Enríquez Ledesma, también incansable lector.

Ernesto Acero C.

Leo, luego escribo. No puede ser de otra manera. Quienes deseen crear una humilde idea, deben sudar hasta la sequía total, para generar una microscópica imagen. ¡Hay de aquellos que creen ser genios nacidos de la nada, espontáneos! La creación, ciertamente, es más transpiración que inspiración.

Es seguro que solamente los genios pueden crear de la nada, un mundo; por eso los niños inventan de la nada, por eso los mutantes del pensamiento, conciben un mundo raro, extraño, donde el tiempo se dobla. Para el resto del mundo, para los vagabundos de las estrellas, solamente cabe leer, para liberarse, para crear, para acercarse a universos jamás imaginados. Leo, imagino, escribo, esa es la secuencia lógica.

En la escritura, el pensamiento tiene un aliado de proporciones inimaginables. Puedo asegurar con absoluta convicción, que la humanidad ha logrado evolucionar hasta su condición actual, gracias a la escritura. Sin la escritura seríamos menos humanos; sin la escritura tendemos a ser menos humanos. Sin la escritura podríamos iniciar un proceso involutivo, un Darwin al revés; un hombre que evolucionó del mono, podría iniciar un vieje de regreso, para transformar al hombre en mono.

En “Piedra de sol”, don Octavio Paz majestuosamente nos estremece: “el mundo cambia / si dos se miran y se reconocen”. El primero de los versículos del libro del Génesis, es imponente: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Nos canta don Alfonso Reyes, en su poema Sol de Monterrey: “No cabe duda: de niño, / a mí me seguía el sol”. Es impresionante la profunda exactitud de cada palabra.

Todas esas son las frases escritas en distintos materiales que se quedan registradas. Contienen la parte más profunda del alma que se encuentra como el gambusino, después de excavar, luego de explorar por el espíritu como lo hace José Carlos Becerra: “Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia / me penetra en el pecho para lamer mi corazón”. El monumental Ezra Pound, lanza fuertes descargas eléctricas al escribir una escena casi apocalíptica: “Han traído putas a las fiestas de Eleusis / y cadáveres están sentados ante el banquete / a invitación de la usura” (Canto XLV).

La memoria es poderosa y más poderosa la letra escrita en cualquiera de sus millones de formas. Es la potencia enorme de la escritura, plasmada en cualquier material. La escritura puede encontrarse hasta en las cuevas más sombrías y remotas.

Esa escritura, el registro del pensamiento más profundo o del pensamiento más rupestre, queda plasmado en piedras, en papiros o en papel. Hoy, vemos que no solamente en papel, sino que puede registrarse en otras formas tecnológicamente más avanzadas. Así, la escritura ha evolucionado desde las cuevas de Lascaux (desde la cima de la arrogancia, a esa escritura se le llama arte rupestre o prehistórico), hasta esa intangible forma que tiene el formato legible en un monitor o en la pantalla de un aparato celular.

El pensamiento más delirante de Rimbaud, de Poe o Sade, ha quedado registrado en una tinta que marca las manos y el pensamiento de los que se acercan a sus páginas. La imaginación desatada de London viajando por las estrellas, de Verne recorriendo las selvas lluviosas del amazonas o por los mundos imaginados por Saint-Exupéry, podemos conocerlas gracias a la escritura. Los peores albañales del Paris del siglo XIX podemos conocerlos en las letras escritas por Víctor Hugo. La ciudad de México de fines del siglo XVIII o principios del XIX, en su plano social o en su idiosincrasia, las conocemos gracias a Payno.

Gracias a la escritura puedo conocer la belleza trágica o la comedia de los griegos; el llanto y la sangre en Esquilo, Sófocles o en Eurípides, o plena hilaridad en la comedia de Aristófanes, Cratino o Leneas. Las versiones épicas de historias fundacionales como La Ilíada o la Odisea y la Eneida, ahí están, escritas.

No me imagino dentro de unos 2 mil quinientos años, leyendo los escritos del mar muerto, en un CD. Menos puedo imaginar a un hombre del futuro, leyendo un tuit de Trump, como si fuera la Piedra de Roseta.

Una vista del poder de la escritura, nos lleva a dimensionar la celeridad de la evolución humana descrita en una curva logarítmica. Gracias a la escritura, conocemos la obra de Leibnitz y su cálculo, de Giordamo Bruno y la infinitud del universo, Mendel y  la genética, Einstein y la curvatura del tiempo, Planck y el cronón. El mismo Tesla no estaría convertido hoy en una miserable marca registrada. Sin escritura, habría sido más complicado bajar de las ramas de los árboles y es casi seguro que el mundo seguiría siendo plano.

Más todavía, el bueno de Ludwig van Beethoven no podría haber firmado sus obras y creo que tampoco hubiera podido crearlas. Quizá el buen Mozart habría sido un genio haciendo bailar a un mono con un organillo, dándole vuelo a la manivela y Da Vinci o Miguel Ángel, no podrían haber firmado sus obras, serían pintores de brocha gorda y en el mejor de los casos, serían obras “de dominio público”.

Los modos de conservación de la idea, del pensamiento humano, que son las únicas cosas que trascienden a las personas, esos modos han cambiado. Hasta ahora, no parece que exista un modelo de conservación mejor que el papel o cualquiera de sus ancestros. Hasta ahora parece que son mejores los registros de las cuevas y los papiros del mar muerto que lo que se registra en las computadoras. No se diga lo que es la red, internet, que no es sino un complejo y vasto mar de computadoras susceptibles de perder información hasta con un apagón eléctrico.

Para escribir, primero leer. Además, la lectura debe ser placentera, no una amenaza cumplida, no debe ser un castigo. Lo peor que le puede ocurrir a una persona, en ese mundo de las ideas y de la imaginación desatada, es torturar a una persona, obligándola a leer sin que ese sea su deseo. Leer debe ser un placer.

Puede ser que la lectura se conciba como tormento chino, del que puede nacer una peculiar víctima del síndrome de Estocolmo. Mi padre casi me amarra a sus muros construidos con ladrillos de papel y tinta, para convencerme de la necesidad de hacer la lectura de “Veinte mil leguas de viaje submarino”. Ahí nació una convicción personal. Dudo que sea caso único.

La lectura debe ser placentera. Cuando se obtiene placer, se avanza en los vastos territorios de la felicidad. Leer puede hacer feliz a las personas. Una persona feliz, probablemente haga menos daño que una persona infeliz. La lectura es la salvación. Así, leer os hará libres.

Es cierto que Alí Chumacero tenía la idea de que una persona culta no es necesariamente una buena persona. La lectura, así, no es parte de la fórmula para hacer buenas personas. No obstante, es seguro que una persona que lee, al cultivar su inteligencia, es mejor persona que un imbécil que desde la infancia le declaró la guerra a la lectura, a los libros. El hombre que piensa tiende a no hacer daño porque se cuestiona mil y una cosas; el estúpido, dado que no se la piensa, no tarda en hacer daño una y otra vez.

Escribir sin leer, es una ofensa a la inteligencia. El cultivo del pensamiento requiere del fértil trabajo de la lectura. La lectura lleva a la escritura. Escribir sin leer, es como caminar a ciegas, como intentar crear lo creado, es como pretender la reinvención de Dios mismo.

Promover la lectura, es como promover la escritura. Escribir, lleva a la reflexión profunda, serena, ralentiza la vida misma y en esa calma de Quelona, la inteligencia se activa y se auto reconoce. La lectura nos lleva a nosotros, pues cada uno de nosotros somos un caso de ese innumerable quien del que habla Paz y Cummings. Leamos, pues, para salvarnos, para ser felices, para hartarnos de placer.

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