En mi colaboración de hace dos semanas, intenté presentar algunos de los resultados generales de la Encuesta Nacional de Seguridad correspondientes al cuarto trimestre del año 2022 y tenía planeado, explorar un asunto estrechamente relacionado con aquel: el de la violencia en las zonas rurales de nuestro país, precisamente, por tratarse de un tema poco estudiado y que queda fuera del universo estudiado por la ENSU, que se circunscribe a zonas urbanas y que se enfoca en las percepciones de la población, no en datos duros.
Pues bien, para la exploración de ese asunto, desde aquel día, tenía ya en mi poder un documento del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural México y Centroamérica que se denomina “¿Qué pasa en el campo mexicano?: la violencia en los municipios rurales, una aproximación a su estudio”, cuyos autores son Francisco Robles Berlanga, Claudia Hernández y Nataly Hernández Pérez y que tiene como base una investigación realizada entre enero y diciembre de 2017.
Como lo hace notar ya en su portada, se trata de un documento de trabajo que, en su resumen ejecutivo afirma que su objetivo consiste “encontrar hilos conductores que permitan despertar el interés por realizar estudios más completos, capaces de captar la complejidad de la violencia rural, sus patrones de comportamiento, la manera en cómo interrelacionan sus distintos componentes y sus externalidades”.
Asimismo, en la introducción, reconoce que desde el año 2007 en que inició la crisis de seguridad y derechos humanos en nuestro país, se han realizado muchos estudios relacionados con esa crisis, pero que se han enfocado —exclusiva y, por ello, excluyentemente, diría yo— en los centros urbanos, “dejando de lado lo que sucede en las regiones rurales, que en no pocas ocasiones presentan niveles de violencia que se encuentran por encima del promedio nacional”.
Poco más adelante, describe algunos rasgos distintivos de la violencia rural:
“La violencia rural no sólo varía en cuanto a sus causas, actores, expresiones y efectos, sino también en cuanto al marco institucional y cultural en el que se da. Detrás de la inseguridad que se vive en el campo, se encuentra el accionar de grupos delictivos, la existencia de conflictos religiosos y políticos, diferendos por la propiedad y el uso de la tierra y otros recursos naturales, así como controversias por la apropiación de recursos públicos. El aislamiento, la atomización, el menor número de delitos y la baja densidad demográfica de los municipios rurales han contribuido a tender un velo que oculta la violencia que en ellos sucede”.
“Generalmente se piensa que el campo es el depositario de lo tradicional, de lo que se asocia al pasado y por tanto a lo viejo, se hace en contraste con el concepto de modernidad (nuevo, reciente) ligado a las urbes, la tecnología y las comunicaciones, nada más equivocado. El espacio rural tiene todo menos ser homogéneo, es un lugar de contrastes y también de cambio, en el que, por un lado, permanece arraigados sistemas normativos propios, basados en ancestrales usos y costumbres; mientras que, del otro lado, es posible encontrar mercados dinámicos y competitivos, desarrollo tecnológico, así como nuevas formas de asociación y toma de decisiones. En no pocos casos estos extremos coexisten e interactúan”.
Ya dentro del apartado de resultados, el primer dato que vale la pena destacar es el que señala que, de enero a diciembre de 2017, “se registraron en los municipios rurales 6,731 muertes violentas, el 26.6% del total nacional. Es decir, en el campo ocurren uno de cada cuatro homicidios dolosos”.
Otro dato relevante —en cuanto muestra la limitación del indicador tradicional para medir los niveles de violencia [la dispersión y menor frecuencia de homicidios dolosos] y una de las causas de la invisibilidad de la violencia en el ámbito rural— es el que señala que, si se toma en cuenta solo a los municipios rurales con registro de homicidios dolosos [1,187 de 2,072] la tasa de homicidios intencionales se coloca en 20.3 por cada 100,000 habitantes, es decir, igual que el promedio nacional.
En cuanto a las desapariciones, se afirma que “durante el 2017, se reportaron 985 desapariciones ocurridas en el ámbito rural, que equivalen al 18.2% de los casos registrados en el año” y que “en los 25 municipios rurales con mayor frecuencia se registró el 41.0% de los casos de personas desaparecidas”.
En cuanto a la relación entre pobreza y violencia, el estudio condujo a la siguiente conclusión: “A diferencia del llamado sentido común que relaciona pobreza y violencia, la evidencia nos indica que a mayor pobreza es menor la violencia letal que se registra (-0.213), lo mismo sucede con la variable lesiones dolosas, de tal suerte que entre más pobre es el municipio, menor es el número de lesiones dolosas (-0.307)”.
En la sección final, dedicada a las conclusiones, se escribe: “Los resultados del estudio plantean que la violencia rural es una realidad a pesar de que hasta ahora se ha mantenido invisibilizada frente a la violencia acentuada que presente en algunos centros urbanos del país (muchas veces sobredimensionada o resaltada por los medios de comunicación) y que ha concentrado en ellos tanto la estrategia de combate y contención al crimen organizado como la política de prevención social de la violencia”.
De esa primera conclusión general, a su vez, se subraya que las zonas y municipios rurales que enfrentan niveles de violencia extrema “han quedado al margen o aislados de la estrategia general de seguridad, obligando a sus autoridades a enfrentar por sus propios medios un fenómeno que a todas luces los rebasa y para lo cual no cuentan con la estructura y las capacidades para enfrentarlo”.
Entre las conclusiones específicas, destaco una que se relaciona estrechamente con políticas públicas de la presente administración: “Considerar que el desarrollo inhibe la violencia es un supuesto falso que puede generar errores de política pública al pensar que, la implementación de programas sociales de combate a la pobreza puede desactivar los factores sociales de riesgo que propician comportamientos delictivos”.