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Fue misionero en África y hoy celebra bodas de oro en Tepic

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**Hijo de un hombre sin religión y madre católica, Roberto Villalobos Valencia pudo ser médico, pero escogió el sacerdocio. Fue ordenado en 1974. Tenía claro lo que quería hacer y tomó arriesgadas decisiones **Pudiendo continuar estudios en Roma dijo al obispo que deseaba ir de misionero a África. Recibió la bendición de su pastor y de sus padres y fue acogido por los Misioneros de Guadalupe. Allá enfermó veintiún veces de malaria o paludismo **Asignado actualmente a la parroquia de Cruz de Zacate, será acompañado hoy por familiares y feligreses en celebración eucarística que conmemora medio siglo de vida pastoral, un nomadismo evangélico, que para él ha sido apasionante

Perfil Meridiano | Por Jorge Enrique González

Como Juan Preciado, el abogado tepiqueño Roberto Villalobos también fue a Comala (en Colima) porque le dijeron que allá vivían muchachas bonitas. Preguntó por una de nombre Regina. Le advirtieron que sus hermanos eran celosos y peleoneros. Se propuso hacerse amigo de los bravucones jóvenes. Lo logró a golpes de cerveza en los jaripeos. Recorrió varias veces el camino a Comala, que como la Comala de Pedro Páramo para el que va, sube; para el que viene, baja.

Aquellos viajes a Comala del recién titulado licenciado en derecho y juez en Colima terminaron en boda. Se instaló en Tepic para atender una invitación del gobernador de Nayarit Juventino Espinosa para incorporarse a su gobierno.

Él masón y sin filiación religiosa, ella católica, tuvieron siete hijos. Uno de ellos se ordenaría sacerdote a la edad de veintisiete años. Fue misionero, para mayores señas evangelizador nómada en África por veinticinco años.

Roberto Villalobos Valencia estuvo a punto de no nacer en Tepic un 27 de mayo de 1947.  A las seis de la mañana nació su hermana Dora y el médico que atendió el parto felicitó a la mamá y se retiró. La señora Regina pidió auxilio a la enfermera porque sentía algo en el vientre. Tres horas después nacería él, con 420 gramos menos de peso que la niña.

Su primera casa estuvo por la calle Abasolo, en el centro de la ciudad, donde hoy es el convento de las Clarisas. Creció en la colonia H. Casas, frente al parque Juan Escutia.

No fue a colegios católicos, como acostumbraban las familias de clase media. La mejor escuela era, entonces, aquella que quedaba cerca, así que fue inscrito en la primaria Francisco I. Madero. Fue su compañero y amigo Abel Gutiérrez Gallo, actualmente aún destacado gerente de la industria azucarera local. La directora del plantel fue la profesora Ramona Ceceña.

Su secundaria fue la Federal número 1, donde enseñaba su propio padre y era director Alfredo Delgadillo Arreola. Se hizo fanático de las barras ligeras y paralelas, y las piruetas que le permitían hacer su condición y cuerpo pequeño le dieron fama al grado que le apodaban El Tigre.

En verano y pausas escolares fueron frecuentes los viajes a Comala, con tíos y primos, y a San Blas, donde la familia tenía una casa.

No fue un niño apegado a la iglesia. Nunca, tampoco, fue monaguillo. Pero al terminar la secundaria tenía definidos dos caminos: la medicina y el sacerdocio. Se dio cuenta que casi se desmayaba cuando veía sangre. Así que, por eliminación, ganó la vida religiosa.

No tuvo problema con recomendaciones para entrar al seminario. Su padre, masón, sólo iba a los templos católicos a bodas y bautizos, pero respetaba a los curas, incluso con algunos cultivó amistad, al grado que los hizo compadres. Fueron padrinos del futuro sacerdote Manuel González, de bautizo, Ricardo García Lepe, de confirmación, y Enrique Mejía, de primera comunión. Eran cultos y preparados, con quienes el abogado Villalobos tenía intereses comunes: la Biblia, San Agustín y Amado Nervo.

Fueron en el seminario sus maestros Pablo Maciel, Salvador Méstico, Josafat Herrera, Enrique Mejía, Ricardo García Lepe, Alfredo Bernal, Salvador Santiago, Ángel López y Manuel González. Sus condiscípulos, los actuales cardenal y obispo primado de México, Carlos Aguiar Retes, y el obispo de Mazatlán, Mario Espinosa Contreras.

Tuvo tentaciones de abandonar el seminario, pero permaneció. En 1966 partió a Montezuma, Nuevo México, un seminario para mexicanos abierto fuera del país para resistir la persecución religiosa de décadas anteriores. Al cierre de este centro de formación cursó sus dos años finales en Tula, Hidalgo. Fue ordenado sacerdote por el obispo Adolfo Suárez Rivera el 28 de diciembre de 1974 en la parroquia de San Isidro Labrador.

Suárez Rivera le ofreció ir a Roma a estudiar la licenciatura en Sagradas Escrituras. Él pidió la oportunidad de ir primero como misionero a África. “Vete. Y que Dios te bendiga”, le respondió. Le recomendó buscar patrocinadores, que encontró en los Misioneros de Guadalupe, quienes lo aceptaron como sacerdote asociado por cinco años. Su estancia fue de veinticinco años en Kenia, en dos períodos.

Kenia es un país africano, actualmente con poco menos de 56 millones de habitantes. Conviven en su territorio 43 tribus, con idiomas y tradiciones diferenciadas. Hasta allá llegó el último domingo de agosto de 1976. Fue nombrado vicario de la parroquia de Chakol, que significa lugar donde brilla el sol. El sol brilla y quema. Lo vivió en carne propia. Entendió aquel “Dios te bendiga” del obispo Suárez cuando prefirió África que Europa. Más sabe el obispo por obispo que por viejo, debió haber pensado.

En Kenia aprendió algunas lenguas de las tribus y sus tradiciones. Se acostumbró a tomarle sabor a las hormigas voladoras vivas y tatemadas, parte de la dieta del país. Se ganó la confianza de las mujeres iteso, adictas al tabaco, regalándoles cigarros, que fumaban con la brasa dentro de la boca para prolongar vida del pitillo.


Antes de dominar del todo la lengua local, ya estaba oficiando misa una semana después de llegar a África, confesando y reconfortando espiritualmente.

Aprendió también a tomarle gusto a la comida, a la cerveza, que es un fermentado de maíz tipo tejuino, y a las fiestas. Recordó las palabras de Paulo VI: “Evangelizamos siendo evangelizados”.


Los iteso son un pueblo atlético, personas hechas con “páneles solares”, pues mientras más sol reciben más bríos tienen, comenta el misionero. Allá el sol cocina los cuerpos, a fuego alto, implacable, pero acariciante. Dice: “Se siente que se está corriendo la misma suerte que de las papayas y mazorcas. Uno madura quiéralo o no. Se madura en la paciencia, en la fe, en la esperanza, en el amor, en la capacidad de adaptación, en el puro gusto de vivir. He hablado de madurar; quizá lo que a uno le sucede es que se hace más viejo. En todo caso me gustó hacerme viejo en mi querida África. Madurar o simplemente envejecer me parece que vale la pena.”

En Nairobi, capital de Kenia, trabajó en Kibera, el barrio más poblado y pobre, con casi un millón de habitantes, que viven en casas levantadas con tecatas de madera y láminas galvanizadas, sin agua corriente, con baños comunitarios y cotidiana inseguridad. Un catálogo completo: miseria, promiscuidad, prostitución, enfermedades (tuberculosis, malaria, cólera), alcoholismo, adicciones.

Tenía que quedarse en algunos hogares por la dificultad para regresar a la casa parroquial a sólo 500 metros de distancia, por ser zona peligrosa con adictos, cantinas, sembradíos de alto riesgo y zonas protegidas por perros, que no permitían que se acercaran forasteros nocturnos. Fue atacado por cinco perros y estuvo durante quince minutos en agonía protegiéndose con gritos y su mochila.

Recuerda con gozo la ocasión que le dijeron indirectamente burro. Montado en su motocicleta (al llegar a Kenia usaba bicicleta), de regreso a la aldea de Mailawa, vio a un hombre acostado boca arriba tratando de someter a uno de los burros que jalaba el carretón donde vendía agua. Ofreció ayuda, que aceptó gustoso el lugareño, con enormes dificultades para someter a la bestia de carga a consecuencia de las secuelas de la polio. Una vez logrado el objetivo y el aguador arriba del carretón en una ágil maniobra circense, el misionero se disponía a empujar la carreta. El hombre agradeció: “No, amigo, no te preocupes. Con dos burros basta”.

Charla sobre su estancia en una aldea, donde tuvo que pernoctar en la choza de una familia. No pudo dormir, porque en repetidas ocasiones los hombres salían a espantar con lanzas y antorchas a la manada de leonas que buscaba atacar al ganado de la tribu para alimentarse. Fue una “probadita” de lo que los maasai viven entre animales salvajes: leones, elefantes, búfalos, hipopótamos, serpientes, moscas y mosquitos de la malaria.

Durante su estancia en África él padeció veintiún veces enfermedades tropicales.

Ésta y otras conmovedoras historias están reunidas en el libro El gozo de compartir el Evangelio, que publicó hace unos meses. Como la de la niña musulmana con daño cerebral que paseó en su bicicleta. Fue un atrevimiento riesgoso, pues un hombre no puede tocar a una mujer. Así que pidió el hermano de diez años de la niña que la subiera al biciclo. La vio reír a carcajadas, cuando sólo sonreía con timidez.

Hay también en el libro y en la larga charla sostenida con Meridiano de Nayarit el recuento de su trabajo en las comunidades de la parroquia de Santa María del Oro, a su regreso de África, y su último encargo parroquial en Talpa de Allende, el santuario mariano más importante de  la diócesis de Tepic. Pero ésa esa historia la contaremos en posterior ocasión.

Al cumplir los 75 años los sacerdotes con algún encargo y obispos católicos presentan su renuncia por norma y tradición. Él lo hizo y el obispo le dio a escoger su nuevo destino: auxiliar parroquial en La Cruz de Zacate, el sitio donde otro misionero, el padre Junípero Serra, hizo una pausa al inicio de su descomunal trabajo evangelizador en las Californias, que le hizo ganar un lugar entre los padres fundadores del vecino Estados Unidos.

Roberto Villalobos Valencia ha dejado también su huella en África. Y África la ha dejado en él. Por siempre.

Al despedirnos me muestra unas marcas de piel decolorada en su brazo, que una tribu le hizo con espina y vegetales en señal de aceptación perpetua como uno de los suyos. Las lleva con orgullo y emoción.

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