“El código paga más que el tráfico de drogas, la trata de personas y el contrabando juntos”, escribió en Facebook un amigo al publicar una gráfica que demostraba que los ingresos en tecnología eran cinco veces mayores a los del crimen organizado. “A los del código no les hacen corridos”, soltó a broma otro amigo, un cómico remate que esconde una verdad más compleja.
En las últimas dos décadas, el crimen organizado en México no sólo se ha expandido alrededor del mundo, sino que ha logrado integrarse de manera exitosa en el Estado, la economía y la sociedad. A través de la corrupción política y el lavado de activos, en algunos lugares del país se han vuelto indispensables para el desarrollo de la gobernanza y de una economía saludable.
Sin embargo, al hablar de la propia sociedad, el trabajo parece estar más avanzado y se ha vuelto una cultura que, aunque no ha logrado ser hegemónica a nivel nacional, hoy luce por demás dominante, bajo el mote de narcocultura.
Durante años, el ser humano ha mostrado por la vida ilegal una profunda atracción. Las historias de bandidos desde la época de los westerns y los piratas, las novelas policiacas e incluso hoy en día los documentales de asesinos seriales cuentan con millones de espectadores alrededor del mundo. El narcotráfico no tendría que ser una excepción, si al final son la evolución máxima de todo este mundo criminal guiado por los capitales.
La narcocultura tomó impulso a partir de la creación del narcocorrido, el cual en los últimos años se ha posicionado de manera exitosa en los oyentes no sólo de México, sino de todo el mundo. El carácter de estas piezas musicales que tienen su génesis en la Revolución Mexicana comenzó como una especie de propaganda de las fuerzas disidentes para enaltecer su heroísmo, pero sobre todo para generar un sentido de identidad entre las clases desfavorecidas y animarlos a unirse a su lucha contra la hegemonía gobernante. En una época en que reinaba el analfabetismo y los medios de comunicación eran escasos, el relato popular que significaban estos cánticos eran oro puro para una guerra civil.
Después de la Revolución Mexicana, estas piezas musicales dejaron de ser motivo de contracultura, para formar parte del folklore nacional. Con la victoria de las fuerzas revolucionarias sus relatos se convirtieron en parte de la nueva cultura hegemónica, dejando de ser leyendas de caudillos para convertirse en historias de héroes nacionales.
A pesar de esto, la constante evolución de los medios de comunicación y su accesibilidad a todas las clases sociales, comenzaron a relegar el relato nacional a un segundo plano, perdiéndose así los corridos como una herramienta de propaganda para sus precursores.
No obstante, dentro de las clases menos favorecidas, los cánticos siguieron sonando y surgieron nuevos protagonistas, principalmente aquellos bandidos que ante el nuevo México continuaron viviendo al margen de la ley. Luchadores sociales, también encontraron en esta música la libertad de narrar sus hazañas y promover su lucha. En otras palabras, el corrido volvió a su origen, como un instrumento antisistema.
Empero, con la evolución del crimen, estos cantos también sufrieron modificaciones. A partir de los años 70, los corridos comenzaron a contar historias sobre criminales dedicados al floreciente negocio del tráfico de drogas. El surgimiento de los narcocorridos, permitió conocer más a fondo el mundo criminal que se asentaba principalmente al norte del país, en estados como Sinaloa, Sonora, Durango, Nuevo León e incluso nuestro Nayarit, compartiendo ese boom junto al narcotráfico en la década de los noventa, a raíz de la instauración del periodo neoliberal en el país.
Las razones son obvias. El privilegio al desarrollo macro económico del país y la apertura de los mercados, permitió al crimen organizado mexicano establecerse cada vez en más naciones, además de poder llegar a todos los rincones de Estados Unidos. Mientras que, para el país en cuestión económica, significó crear una mayor brecha entre quienes controlaban los capitales y quienes no.
La crisis económica con la que se cerró el siglo pasado, también significó un nuevo impulso a la desigualdad social entre los mexicanos, que comenzaban a mostrar un hastío ante el sistema político que dominó durante años un sólo partido, que comenzó a presentar una crisis de legitimidad ante los múltiples escándalos de corrupción que comenzaban a sacudirlo.
En otras palabras, la debilitación del estado coincidió con el auge del crimen en las últimas décadas, por lo que no es de sorprenderse que la contracultura que creó comenzó a convertirse en hegemónica en algunas partes del país.
Los entusiastas del narcocorrido, siempre se han escudado en la idea de que sus relatos son sólo un reflejo de la sociedad en que viven. Y hasta cierto punto, tienen razón. La narcocultura representa el sueño neoliberal de la movilidad social, a través de una meritocracia que se puede ejercer a través de la violencia, comportamiento natural accesible para todas las clases sociales.
Sin embargo, también tienen razón quienes juzgan a esta música como un impulsor de la violencia simbólica, que busca promover antivalores y normalizar actos criminales como el asesinato. Asimismo, tienen un gran punto quienes ven a los narcocorridos como un instrumento para generar propaganda positiva de ciertos grupos criminales, quienes a través de cuentos hadas buscan alienar a la sociedad. O bien a quienes señalan a esta música de impulsar un panóptico moderno que a través de sus líricas difunda las reglas y sanciones que el narcosistema reclama.
Esto sin dejar de lado a aquellas que señalan a los narcocorridos como impulsores del sistema patriarcal que no sólo cosifica a la mujer, sino que en ocasiones promueve la propia violencia hacia la misma.
Lo que queda claro es que queramos o no, la narcocultura se ha impregnado en el imaginario colectivo del país, y aunque sería aventurado calificarla como hegemónica, existen indicios que demuestra que en muchos lugares del país el peso de sus valores y costumbres está por encima de aquellos que el Estado pregona, sin embargo no por encima de aquellos que el sistema económico predominante requiere.
Y no sólo eso, hoy ante los ojos del mundo, la narcocultura es parte de la identidad de México, mostrándose no sólo en su música, sino también en la moda, en la manera de hablar y hasta en sus contenidos audiovisuales, que dicho sea de paso en conjunto se han convertido en una industria multimillonaria.
“Cuando un alumno me dijo que él de grande quería ser sicario, porque le gustaba eso de las armas y todo eso, le pregunté sino le interesaba más crecer y pelear por su país, ser soldado”, me contaba una amiga que dedica su vida a educar a las futuras generaciones. En una anécdota que parece ejemplificar una píldora ante la enfermedad que la cultura criminal ha creado.
Ahora veo que no es el único esfuerzo. El día de ayer miré la película de Contraataque en Netflix que me resultó fascinante, por la reivindicación que promueve para las fuerzas especiales del Ejército Mexicano, a través de una hollywoodesca producción que cumple con todos los clichés de las películas de acción que enamoraron a generaciones pasadas en la gran pantalla.
Aunque este patriotismo barato siempre me ha parecido irrisorio, hoy entiendo la necesidad de su creación y su difusión, por lo que esperaría que en gran medida parte de los mil millones de dólares que invertirá Netflix en el país, sean para promover esta nueva ola de valores patrióticos que hagan frente a la narcocultura.
¡Vaya paradoja mexicana!, el Estado y el capital unidos para recuperar su supremacía ante una cultura criminal que ellos mismos crearon e impulsaron conscientes e inconscientemente.
EN DEFINITIVO… No sólo en México se cuecen habas. Estados Unidos ha enfrentado este problema desde hace décadas. En su contexto, el desarrollo de las pandillas y el crimen en los barrios afroamericanos, empapó a miles de generaciones que posteriormente con la reivindicación de esta raza socialmente excluida, llevó ciertos valores a todo el hemisferio.
Un ejemplo claro se observó el pasado Superbowl, en que el hiphop (que esta demás decir que dicho género desde su génesis ha sido tomado como himno de una contracultura) causó un revuelo nacional, sobre todo ante la polémica de ver nuevamente a la legendaria tenista Serena Williams haciendo una danza prohibida para los valores norteamericanos, ya que hace referencia a la pandilla hegemónica del barrio en el que creció. Hecho por el cual ya había sido criticada en el pasado pues así festejó su medalla oro durante los Juegos Olímpicos de Londres.
El crip walk como se le conoce a este baile, ha sido objeto de debate en el país vecino, porque para algunos promueve la violencia y la delincuencia que las pandillas ejercieron en las comunidades afrodescendientes de esa nación. Para otros, estos pasos de bailes han trascendido su origen y hoy es un símbolo de la cultura americana que también es afro. Se entiende el punto, ¿no?.