En el calendario de este inicio de año, Nayarit ha marcado nueve noticias negras que no deberían haber sido. Nueve ausencias irreparables. Contar hasta nueve duele cuando cada número es una vida arrancada, un nombre propio que ya no escuchará el amanecer. Nos pesa el recuento en la tinta que mancha el papel, como si cada sílaba fuera un funeral íntimo y colectivo a la vez. Este conteo maldito es la evidencia fría de nuestra impotencia, la suma mortal que transforma la estadística en luto.
En cada hogar marcado por estas ausencias hay una silla que permanece vacía. El duelo se vuelve interminable: madres y padres que aguardan un regreso imposible, hijas e hijos que preguntan por qué su mundo cambió para siempre. El dolor no cabe en un titular ni en una cifra; es un océano silencioso que desborda las noches y los días. Los nombres de esas nueve mujeres deberían pronunciarse con reverencia, como una letanía que nos impida olvidar que la violencia arranca de cuajo amores, sueños y futuros que ya no serán, y los vuelve un infierno presentísimo.
Miramos de reojo al perpetrador, intentando convencernos de que es ajeno a nosotros, un monstruo aislado nacido de la nada. Pero en la penumbra de la conciencia, sabemos que el victimario lleva el reflejo oscuro de una sociedad que lo engendró. ¿No reconocemos acaso en su violencia la sombra alargada de nuestros silencios cómplices? Cuesta admitirlo: en cada golpe, en cada grito ignorado detrás de paredes vecinas, participamos todos un poco. La incapacidad de reconocernos en el agresor nos condena a repetir la historia que lastima y desangra.
Las instituciones que nacieron para protegernos llegan siempre un latido tarde. Hay un fracaso amargo cuando quedan crímenes sin castigo, en cada llamada de auxilio desatendida. Las leyes, escudo de papel, se rasgan ante la realidad de un grito en la noche. Un laberinto burocrático diluye la urgencia y al final del corredor sólo hallamos la sombra vacía de la justicia. El Estado, guardián, aparece en estas tragedias como un espectador tardío e impotente.
Desde esta tribuna mediática contemplamos nuestras propias culpas. Cada titular que reduce una vida a un número, cada silencio informativo que invisibiliza la tragedia, nos persigue en la sala de redacción. Los medios, supuestos vigías de la verdad, también hemos fallado. Callamos cuando debimos gritar, titubeamos ante la crudeza del relato y quizá, sin querer, contribuimos a una indiferencia colectiva. Hoy enfrentamos el arrepentimiento de no haber hecho más ruido, de no haber contado sus historias con la urgencia que merecían. ¿Sirve de algo reconocerlo? No. Por desgracia.
Perdón a esas nueve mujeres cuyas voces fueron apagadas. Perdón a sus familias, a sus amigas, a sus hijos, porque no supimos prevenir, porque no supimos escuchar a tiempo. Desde estas páginas pedimos perdón por cada mirada volteada hacia otro lado, por cada excusa que justificó lo injustificable. Pedimos perdón porque llegamos tarde, porque les fallamos. El perdón sólo es principio: no traerá de vuelta sus risas, pero al menos reconoce nuestra deuda infinita.
Estas letras no son sólo un lamento, es un llamado urgente a la conciencia dormida. No podemos seguir habitando la cómoda burbuja de “no es mi asunto”. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de romper el círculo: educar en empatía, denunciar el maltrato, tender la mano a tiempo. Que la indignación nos despierte del letargo moral, que la compasión nos inunde antes de la siguiente cifra macabra. La indiferencia nos ha costado demasiado; es hora de encender la luz en medio de tantas zonas oscuras.
La apatía es el más frío de los cómplices. En las salas de nuestras casas, ante las noticias, no podemos seguir cambiando de canal para esquivar la realidad. Debemos sentir el dolor ajeno como propio, conmovernos hasta la entraña, dejar que la rabia justa nos impulse a exigir cambios. Basta de la comodidad del espectador distante: se necesita la participación incómoda del que ve y actúa, del que incomoda con preguntas y demandas. Cada ciudadano despierto es un faro contra la oscuridad de la indiferencia.
Dejamos estas líneas con el corazón hecho trizas y la esperanza temblorosa de que algo cambie. Que este dolor se convierta en semilla de acción y no en simple resignación.
Que cuando digamos “Ni una más” no sea consigna vacía, sino pacto colectivo. Ni una víctima más ignorada, ni una promesa rota más por parte de quienes deben protegernos. Ni una lágrima más derramada en soledad.
Ni una más.