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viernes, agosto 1, 2025
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El otoño de los patriarcas

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El 8 de abril, un juez federal designado durante la administración Trump dictó una sentencia que obliga a la Casa Blanca a restablecer el acceso completo a la agencia Associated Press. Esta decisión, es un ajuste técnico en el protocolo de acceso y un contundente recordatorio de que la prensa debe poder ejercer su labor sin mendigar permiso a caprichos políticos. Los patriarcas, los orates del poder absoluto, deben aprender la lección.

El conflicto se encendió cuando la AP se rehusó a adoptar el nuevo nombre impuesto para el Golfo de México, puntada que nadie podía tomar en serio. La Casa Blanca, en un acto que rozaba la intolerancia, pretendió silenciar a quienes se aferraban a la tradición histórica de cuatro siglos. El fallo deja claro que, si el gobierno se empeña en colocar barreras y cerrar puertas con argumentos absurdos, acaba por evidenciar la fragilidad de su propia pretensión de grandeza.

Esta sentencia ofrece un pretexto ineludible para ampliar la reflexión sobre la relación entre el poder y la prensa. En todo el planeta, los gobiernos se empeñan en pintar una imagen inmaculada, en la que la crítica es descalificada con excesos. Es sorprendente cómo, en muchos casos, el poder se vale de un doble discurso para excluir a aquellos que no se alinean con su visión. La realidad se repite aquí y allá, acá y acullá: cuando se hacen del poder, muchos dirigentes adoptan la estrategia descarada de barrer de un plumazo cualquier voz disidente.

Resulta escandaloso observar cómo el mismo mecanismo que en las democracias avanzadas pretende promover el pluralismo se utiliza para encubrir la represión. La exclusión a la que se sometió la AP, a juzgar por el fallo, no es más que una muestra de la arrogancia de quienes los mesiánicos y locuaces poderosos, desde los modestos territorios de alcaldías, estados subnacionales hasta naciones que son potencias económicas y/o militares. Parecen hijos de la misma madre, de padres comunes. La ironía brota: en el país de la libertad, el “derecho de admisión” sólo lo disfrutan los que se ajustan a la línea oficial, mientras la prensa se ve obligada a pedir a gritos su derecho a informar sin que le golpeen la nariz de un portazo.

Esta sentencia no es episodio aislado, nos obliga a reconocer que los regímenes, incluso en las democracias consolidadas, no están exentos de actitudes que rozan el absurdo. La defensa de la independencia periodística no puede quedar relegada a victorias judiciales esporádicas; debe constituirse en un compromiso permanente frente a gobiernos que, a gran escala, exhiben su desprecio por la crítica honesta.

Los medios de comunicación, al ejercer su labor con rigor, son el contrapeso contra un poder que, cuando se siente amenazado, recurre a maniobras de censura disfrazadas de orden administrativo. La sentencia de hoy, además de ser una victoria para la AP –institución con 180 años de trayectoria–, es también un golpe directo a la soberbia de quienes pretenden imponer su verdad de manera autoritaria.

Este fallo es un recordatorio de que la libertad de prensa es un bien de primera importancia. Mientras los gobiernos continúen utilizando el acceso a la información como una herramienta de control, es imperativo que la sociedad se mantenga vigilante y exija la apertura irrestricta de sus puertas. Y si permanecen cerradas, habrá que tumbarlas. No se trata sólo de defender un derecho, sino de asegurar que el poder no sea la reencarnación de la intolerancia, por más elegante que se intente disimular con discursos de respeto al orden.

La lección alimenta la esperanza: cuando el poder nos pone la bota en la cabeza, o nos da un portazo, la prensa debe alzarse con firmeza y sin concesiones. Sólo así se podrá esperar que la libertad de expresión, pilar fundamental de las sociedades democráticas, prevalezca frente a las prácticas autoritarias. ¡Que así sea!

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