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viernes, agosto 1, 2025

Los dos papas

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Tuve la tentación de titular mis letras de hoy como El privilegio de llamarse León. Preferí el que leíste arriba. También pudo llamarse Nombre es fondo. Y por si algo faltara pensé que podía llamarse Razón-corazón-manos. Porque, como razonaré más adelante, los nombres son fondo.

Cuando se divulgó la noticia del nombre del nuevo Papa, vaticanistas y expertos en temas de la Iglesia católica entendieron de inmediato cuál era el mensaje del estadounidense-peruano.

Aunque poco a poco se vayan aclarando los detalles de su identificación con León XIII e incluso ya lo haya explicado el fin de semana el propio pontífice, es necesario reflexionar sobre el asunto.

El Papa, su nombre, su postura ante el mundo actual y sus contradicciones tienen importancia para creyentes y no creyentes. Por eso, en los límites de este espacio y de las capacidades de quien en esto escribe, dedico estas palabras a los puntos de encuentro entre los dos papas con 120 años de distancia.

A estos Leones les tocó presenciar los estragos de dos revoluciones. A León XIII, la industrial; a León XIV, la de la inteligencia artificial.

El largo pontificado del primero, 25 años, le dio el tiempo suficiente para ver, reaccionar y gestionar su postura social. Investido en 1878, pudo madurar sus ideas para promulgar su encíclica Rerum Novarum en 1891, el detonador de la Doctrina Social de la Iglesia, y propagarla hasta 1903.

Si se me permite la figura adoptada por el papa Francisco, de que el ser humano (la sociedad también) es la amalgama razón-corazón-manos, a León XIII le tocó vivir la revolución industrial que arrebató el poder a las manos, con la que los obreros en masa perdieron empleo y toda posibilidad de sustento. La Iglesia tomó postura. Levantó la voz; es su único poder. Puso el dedo en la llaga; no tiene más facultad. Condenó la explotación y empobrecimiento de quienes viven de sus manos; limitado es su alcance.

En la metáfora recurrente usada por muchos, la Iglesia, sus ministros, no son quienes apagan el fuego con sus propias manos; no es el bombero, sino el que dice dónde está ardiendo el mundo. Eso debe hacer toda iglesia, sea cual fuere, con apego a sus Evangelios o libros sagrados equivalentes.

León XIII ha sido reconocido por señalar con precisión sobre los fuegos que debían ser apagados.

A ese Papa quiso seguir el nuevo León. Al que le tocó vivir las consecuencias de la revolución que restó poder a las manos. En el primer cuarto de siglo, el sucesor de Francisco enfrenta la revolución que está suplantando la razón, su fuerza y a los que de ella viven. La revolución digital en su capítulo de la inteligencia artificial de alcances aún no imaginados e impactos impredecibles.

Se perderán puestos de trabajo y opciones de supervivencia para quienes se ganan el sustento con la razón y con tareas que exigen el uso de ésta. La tríada ha sido herida de muerte en sus componentes extremos con dos siglos de diferencia. El elemento restante (el corazón) se ha perdido sin saberlo, dicen los pesimistas. Es el único que se conserva, dicen los partidarios de la esperanza.

¿Qué papel debe jugar la Iglesia ante esta revolución salvaje? La pregunta debería ser más amplia: ¿Qué papel deben jugar todas las iglesias y todos los credos?

La revolución industrial y también la revolución digital hicieron grandes aportaciones a la humanidad y las seguirán haciendo. Pero en la loca carrera de ese aparente progreso ha atropellado a multitudes y ha dejado sus cadáveres insepultos, que no vemos o preferimos no ver.

¿Qué hacer para que el optimismo ante los innegables avances macroeconómicos y sanitarios no nos haga sordos y ciegos frente a sus efectos colaterales?

Como León XIII, León XIV debe decir: “Ahí está ardiendo el mundo”. Y los demás, si discernimos que dicen la verdad, con las manos, razón y corazón, o lo que quede de ellos, convertirnos en los bomberos que apaguen las llamas. Por una razón suprema: podemos convertirnos en cenizas antes del alba.

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