El domingo pasado, ante miles de fieles congregados en la Plaza de San Pedro, el recién electo Papa León XIV pronunció unas palabras que, aunque breves, resonaron como un eco moral en medio del estruendo de bombas y la sordera de la diplomacia: “¡Nunca más guerra!”. Su llamado a la paz para Gaza, Ucrania y el resto del mundo no solo fue un acto de fe, sino un grito humanista que interpela a líderes, pueblos y conciencias adormecidas por la rutina del conflicto.
El pontífice, que asume la jefatura de la Iglesia Católica en uno de los momentos más convulsos de la historia reciente, no se limitó a un mensaje piadoso o meramente litúrgico. En su primer discurso dominical, León XIV hizo lo que muchos líderes políticos no se han atrevido a hacer: nombrar las heridas abiertas de nuestro tiempo —Gaza y Ucrania— y pedir que cesen las armas, no desde la estrategia geopolítica, sino desde el imperativo ético.
El grito “Nunca más guerra” no es nuevo. Lo dijo también Pablo VI en su histórica visita a la ONU en 1965. Lo repitió Juan Pablo II durante la invasión a Irak en 2003. Benedicto XVI lo evocó ante los estallidos en Medio Oriente, y Francisco lo convirtió en un mantra durante sus diez años de pontificado. Pero cada vez que un Papa pronuncia estas palabras, no lo hace como una repetición ritual, sino como un renovado testimonio de que la humanidad, a pesar de los avances tecnológicos y la globalización, sigue atrapada en la trampa de la violencia.
Lo que vuelve especialmente relevante este llamado de León XIV es el contexto: Gaza, una vez más reducida a escombros, sigue siendo un símbolo de la tragedia palestina, atrapada entre la ocupación, el extremismo y la indiferencia internacional. Ucrania, por su parte, se desangra en una guerra que ya no solo enfrenta a dos países, sino a dos visiones del orden global. En ambas regiones, como en tantos otros rincones olvidados del planeta —Sudán, Myanmar, Yemen— el sufrimiento de los civiles es moneda corriente y la paz parece una quimera.
Lo que hace incómodo el mensaje del Papa León XIV es que no se alinea con ninguna narrativa partidaria. No toma partido por una potencia u otra, no justifica la violencia en nombre de la defensa ni minimiza el dolor ajeno por razones ideológicas. Es un mensaje que desarma, precisamente porque no entra en la lógica del poder, sino en la lógica del amor, de la compasión, de la dignidad humana.
En una época en que la guerra ha vuelto a ser percibida como “inevitable” o incluso “necesaria” por parte de ciertos gobiernos y opinadores, la voz del Papa choca como un muro de conciencia. ¿Acaso hemos normalizado tanto la destrucción que ya no nos conmueven las cifras de niños muertos, de refugiados sin hogar, de hospitales bombardeados?
La paz, recuerda León XIV, no es una abstracción. Es el nombre de cada familia que sobrevive en un sótano en Jersón, de cada madre que llora a su hijo bajo los escombros en Rafah, de cada anciano que huye del fuego cruzado en el Congo. La paz es real, concreta, y exige decisiones valientes.
Es común, especialmente en los círculos de poder y análisis político, que los llamados a la paz sean desestimados como “idealistas” o “irreales”. Y, sin embargo, no hay nada más urgente, más práctico ni más sensato que trabajar por la paz. Los costos humanos, económicos y ecológicos de la guerra son insostenibles. Cada día que pasa en conflicto, se pierden no solo vidas, sino también generaciones de posibilidades, avances y esperanza.
Lo que León XIV pone sobre la mesa es el desafío de construir una paz verdadera, no como ausencia de guerra, sino como justicia, diálogo, inclusión y reparación. No se trata de detener las balas para que todo siga igual, sino de transformar las condiciones que hacen posible que los conflictos estallen una y otra vez.
Hablar de paz hoy no es ingenuo. Es radical. Es contracultural. Es un acto de resistencia frente a la maquinaria del cinismo, del pragmatismo sin alma, de la realpolitik que negocia con cadáveres. Es volver a poner a la persona humana en el centro de la historia.
León XIV inicia su pontificado bajo la sombra de múltiples crisis: la climática, la económica, la migratoria y, por supuesto, la bélica. Su elección como sucesor de Francisco ya había generado esperanzas por su perfil pastoral, humilde y profundamente comprometido con las periferias del mundo. Pero con este primer discurso ha dejado claro que su prioridad será la paz.
No una paz tibia ni diplomática, sino una paz profética, que incomoda, que denuncia, que exige conversión a los poderosos y solidaridad a los pueblos. No es casual que haya mencionado explícitamente a Gaza y Ucrania: son dos heridas abiertas donde la humanidad se juega su futuro moral.
El nuevo Papa parece entender que la fe, si no se convierte en acción por la justicia y la fraternidad, es un cascarón vacío. Que orar por la paz sin trabajar por ella es una forma de complicidad. Que no hay espiritualidad auténtica si no se encarna en la historia concreta de los que sufren.
La gran pregunta ahora no es qué dirá León XIV en su próximo discurso, sino cómo responderán los gobiernos, las iglesias, las organizaciones y las personas. ¿Se atreverán a escuchar, o seguirán apostando por la fuerza como solución? ¿Verán en este mensaje un llamado a la unidad, o lo tacharán de ingenuidad vaticana?
La historia juzgará no solo a quienes hicieron la guerra, sino también a quienes callaron cuando era tiempo de hablar. La voz del Papa no tiene divisiones militares ni poder coercitivo, pero tiene una fuerza espiritual que ha influido en el destino de naciones. Hoy, más que nunca, esa voz necesita ser amplificada.
León XIV ha dado un paso valiente al comenzar su pontificado pidiendo paz. No como una estrategia, sino como una promesa de coherencia. El mundo haría bien en tomarlo en serio. Porque si seguimos ignorando los clamores de la humanidad sufriente, no solo traicionamos los valores más básicos, sino que nos condenamos a repetir eternamente la barbarie.