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jueves, julio 31, 2025
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Mejor que el Silencio | ¿Ojo por ojo?

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En toda sociedad, la justicia debería ser uno de los pilares que sostiene la convivencia, el límite que separa la civilización del caos. Pero, ¿qué ocurre cuando ese pilar se agrieta, cuando el castigo no llega y la ley parece ser una idea más que una práctica? La historia nos ha enseñado que cuando el Estado no cumple su función de proteger y sancionar, la sociedad no permanece inmóvil: actúa.

Lo hace desde las entrañas, impulsada no por la razón sino por el dolor, el enojo y el cansancio. Es ahí donde la justicia deja de ser un derecho y se convierte en impulso. Donde la ley se desvanece y el pueblo, harto, decide imponer su propia sentencia, con las manos y lo que encuentre cercano.

Eso fue exactamente lo que ocurrió en Tehuacán, Puebla, donde un episodio reciente condensa con dolorosa claridad el estado emocional y social de un país donde la justicia institucional se ha vuelto una especie en extinción.

Misael, un joven vendedor de fruta, estacionó su camioneta frente a una refaccionaria, con el único fin de ofrecer su mercancía. Un acto cotidiano, aparentemente inofensivo, que terminó en violencia brutal, dos hombres, aparentemente dueños de la refaccionaria, molestos por su presencia, lo agredieron físicamente. Le aplicaron una llave asfixiante —el llamado “mataleón”—, lo abofetearon y lo dejaron inconsciente, tirado en el piso. Todo fue captado en video.

El registro del abuso circuló rápidamente en redes sociales y la mecha se encendió. Horas más tarde, la rabia colectiva prendió fuego —literalmente—, un grupo de personas, movidas por la indignación y el hartazgo, incendiaron la casa y el vehículo de los agresores. Fue justicia por propia mano. Fue también un síntoma alarmante.

¿Esto es justicia? ¿O es el grito desesperado de un pueblo cansado de vivir en un país donde las leyes se aplican selectivamente, cuando conviene, y donde la autoridad llega tarde o nunca? Lo ocurrido en Tehuacán parece un episodio de realismo trágico, cuando el Estado se borra, la sociedad actúa… pero sin juicio ni ley. A su modo, al calor del enojo, con gasolina y cerillos, a la brava.

Lo verdaderamente alarmante es que no estamos frente a un caso aislado en un municipio de Puebla, en lo que va del año (hasta principios de mayo), se han registrado 85 intentos de linchamiento y retenciones violentas de personas, y 118 solicitudes formales para activar el protocolo contra linchamientos por parte de los ayuntamientos, según reportó el secretario de Gobernación estatal, Samuel Aguilar Pala. Esto ocurre únicamente en Puebla. En el resto del centro del país (donde más comunes son), la situación no es menos preocupante.

¿Cuántas veces más tendremos que ver estos videos virales? Escenas brutales a bordo de combis donde asaltos son respondidos con una furia desbordada. Pasajeros cansados de la impunidad toman la justicia en sus manos, golpean a los delincuentes hasta dejarlos irreconocibles, entre gritos, insultos y celulares grabando todo. “¡No que muy lion!”, gritan, celebrando lo que en realidad es una justicia improvisada, visceral, que no repara el daño… pero sí lo desquita con violencia.

Estamos presenciando una normalización del linchamiento como respuesta desesperada ante un sistema que no responde. Y eso, es una bomba social a punto de estallar, el hartazgo crece.

Todo esto es un reflejo de un sistema que ha fallado. Un sistema donde la autoridad muchas veces aparece sólo para simular, llenar el expediente y salir en la foto, están decenas de casos como el de Ayotzinapa, Teuchitlán y muchos más, no hace falta poner cifras. Mientras tanto, el ciudadano aprende a desconfiar de la ley porque, una y otra vez, ve cómo los agresores quedan libres, cómo las investigaciones se empolvan, cómo los trámites burocráticos diluyen cualquier esperanza de justicia real.

Y cuando el castigo no llega, el pueblo lo fabrica. Pero eso, aunque entendible, no deja de ser peligroso.

La violencia no se combate con más violencia. La justicia no se edifica sobre ruinas ni se impone a golpes. Lo ocurrido en Tehuacán nos duele, nos alarma, porque nos recuerda que estamos al borde del abismo: o se reconstruye el Estado de Derecho, o cada calle del país puede transformarse en un tribunal ardiente, donde la ley se escribe con fuego y furia. No, esto no es justicia. Es un grito desesperado. Y debemos escucharlo —con urgencia— antes de que ese incendio nos consuma a todos, los síntomas son muy claros.

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