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Rescatan texto de amigo de Nervo publicado en 1938 en Los Ángeles

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Poco sabemos de la infancia de Amado Nervo, no más de lo que en su autobiografía contó y de las pequeñas insinuaciones expresadas en parte de su prosa y lírica

El siguiente texto fue escrito por Justo Ávalos Covarrubias, uno de sus condiscípulos en la Escuela Parroquial, nacido en nuestra ciudad de Tepic un 30 de abril de 1869. Alcanzó fama como excelente profesor de música en la ciudad de Los Ángeles, California, donde falleció el 13 de septiembre de 1942.  Nos da a conocer con exquisitez detalles del entorno sociocultural que envolvía a la cuadrilla de Nervo, grupo que se equilibraba  entre las edades  límites de la infancia y juventud. Esperamos que este esquivo artículo periodístico próximo a cumplir 87 años de publicado, sea una pequeña pista más para conocer detalles de la vida del extraordinario poeta y escritor.

Javier Berecochea García.

Tepic, mayo, de 2025.

CUANDO NERVO Y YO IBAMOS A LA ESCUELA.

RECUERDOS DE UN COMPAÑERO DEL POETA.

Por el Prof. JUSTO AVALOS.

El 17 de septiembre de 1881, cuando yo no contaba mas que diez años de edad, concurrí por primera vez en mi vida a una fiesta escolar, es decir, a una distribución de premios que se hiciera a los alumnos de la Escuela Parroquial que en esa remota época dirigía el profesor don Fernando Montaño quien, dos años después, se hizo cargo de la Escuela Central de Varones, establecida y fomentada por el Ayuntamiento de Tepic y de la que también fui alumno.

Según las invitaciones que circularon profusamente con anterioridad, acompañadas del respectivo programa, la fiesta daría principio a las 8 de la noche, desarrollándose en el extenso patio de la escuela, ubicada en la esquina N. O. de las calles de Hidalgo y Durango, con entrada por ésta. Este amplio patio afectaba o afecta aún, la forma de un cuadrado casi perfecto. Tres de sus costados reconocían por limite anchos y largos corredores y solamente el lado opuesto a la entrada estaba determinado por una tapia bastante alta, bruñida por la mano del arquitecto.

Arrimada a esta pared se levantó una plataforma con metro y medio de altura y capacidad suficiente para contener hasta sesenta personas, bastante espaciosa para un piano de Kohler, asientos extra para los caballeros y señoritas que tomarían parte en el programa y una tribuna al lado derecho del espectador.

El piso de la plataforma estaba cubierto con alfombras color escarlata, y todo el recinto se había convertido en una mansión de hadas y de huríes. La parte alta del patio se cubrió con una especie de toldo formado con lona teñida de azul pálido y recamada con estrellitas de oropel y cartón color de plata que reflejaban caprichosamente las luces de las grandes lámparas, puesto que el toldo estaba afianzado a una potente armazón de madera.

La iluminación nada dejaba que desear, pues se hubiera podido hallar un alfiler que al suelo cayera. En la mitad del costado único, que de la plataforma quedaba libre para el público, había una escalerilla que daba acceso a ella, y por la cual subirían los discípulos que iban a ser premiados, por una comisión de diez señoritas previamente designadas para ello. La banda del 22°. Batallón, que dirigía el inteligente maestro don José María Aguilar, compuesta como de 35 a 40 ejecutantes se acomodó abajo de la plataforma, a un lado y otro de la escalera central.

Los alumnos fuimos citados a las 7 y media, con objeto de darnos colocación en la parte interior del patio, en donde había sillas y bancas capaces de contener hasta 400 educandos, quedando los corredores, que estaban provistos de asientos en bastedad destinados para la concurrencia. De antemano habíamos quedado de acuerdo Pablo Cepeda y yo para sentarnos juntos, habiéndonos tocado el principio de la quinta fila. Amado Nervo quedo cerca de nosotros, pero en la fila anterior a la nuestra; no podíamos conversar y simplemente se concretaba a voltear para vernos con frecuencia. El recinto estaba lleno, según la expresión popular, de bote en bote. Para mí era nuevo todo aquello: lo que mis ojos veían no lo habían visto antes; lo que mis oídos escuchaban, tampoco lo habían escuchado; yo me sentía aturdido.

De pronto se notó un movimiento general, y la concurrencia se puso de pie, pues llegaba la Comitiva compuesta de siete u ocho clérigos, de algunos particulares y de varias señoras y señoritas. Pertenecientes a la Sociedad Católica de Tepic. Al tomar asiento los recién llegados, con un movimiento de mano invitaron a los concurrentes a que hicieran lo mismo. Al fin, el personaje que presidía la fiesta, que era el señor licenciado don Nicolás Muños Ruiz, tocó el timbre. La banda del 22°. Batallón se puso de pie y comenzó a ejecutar la primorosa obertura de “Guillermo Tell”, habiendo sido maravillosamente interpretada, al grado que algunas lágrimas rodaban por mis escuálidas mejillas de niño. Por demás está decir que los filarmónicos fueron premiados con nutridos aplausos.

Volvió a sonar el timbre: el programa anunciaba una poesía recitada por su autor, el señor licenciado Antonio Zaragoza. Cuando este señor se levantó de su asiento para dirigirse a la tribuna, Amado Nervo comenzó a agitarse nerviosamente, como si su intuición le pronosticara que aquel hombre iba a decir cosas dulcísimas. Subió el orador a la tribuna, y dijo una poesía de la que, por desgracia, sólo me acuerdo de la primera quintilla: “Si la suerte en su inconstancia, nos abruma de tristeza, venid con vuestra fragancia, con vuestra gentil belleza, oh, recuerdos de la infancia…” Amado Nervo experimentó un fuerte sacudimiento en su alma de poeta, al darse cuenta del raudal de ternura que brotó de los labios de Zaragoza. Se rehizo al momento, y con los ojos desmesuradamente abiertos, buscó los míos, que no le fue difícil encontrar, porque yo no le perdía de vista ni un instante, y con su mirada penetrante me preguntó: —¿Que te parece? Con un movimiento afirmativo de cabeza, le contesté: —Bien, muy bien. Amado no cabía en su asiento: la nerviosidad que lo agitaba era violentísima.

Volvió a sonar el timbre, y en esta ocasión la banda tocó una parte de la encantadora partitura de Luigi Ricci, titulada “Crispín y la comadre”. Aquella música, nunca oída por mí, embargaba todos mis sentidos y me tenía subyugado. Cuando más conmovido me encontraba oyendo aquella sublime selección, sentí en mi costillar izquierdo tres codazos que me enviaba Pablo Cepeda. Voltee a verlo y casi asustado le dije: —¿Qué es? ¿Qué te pasa  —Mira, mira para allá, me dijo en el colmo de un entusiasmo poco usado entre niños de nuestra edad. —¿En donde?, le pregunté —Allá, continuó señalando una dirección con su mano izquierda. Vi para donde me indicaba y descubrí, en efecto, a una niña más o menos de nuestra misma edad, pero de una hermosura que podía llamarse excepcional.  La belleza de esa niña podía eclipsar a la de todas las que se encontraban en tales momentos en el recinto. No pude resistir el embeleso que me ocasionó aquella niña y estuve contemplándola por varios minutos seguidos. Al fin pregunté a Pablo:—¿Bueno, pero quien es? —No sé. ¿Tú la conoces? —Nunca la había visto. Y preguntome: —¿Qué te parece….? —Más linda que todas las lindas que hay en el salón, contéstele. Pablo y  yo la mirábamos con tanta insistencia, que la niña hizo un notable mohín de disgusto y murmuró: —Oh, ¿qué me ven tanto esos muchachos? —¿Oíste? Le dije a Pablo: —No la veas con tenacidad. Yo me di cuenta del fin de la selección de “Crispín y la comadre”, pero la protesta de la encantadora niña, hizo que Pablo y yo volviésemos nuestra atención al programa que estaba desarrollándose.

En obsequio de la verdad, la fiesta ya no tuvo mucho atractivo para nosotros: la niña nos había cautivado. En los momentos en que veía yo para la plataforma, me encontré con una mirada penetrante de Amado Nervo, en la que adiviné una reprimenda porque sin duda había notado antes nuestra perturbación. Con sus ojos desmesuradamente abiertos, parecía preguntarnos: —¿Qué sucede? ¿Qué pasa con ustedes? —Nada, nada, le contesté como pude, con ademanes. —Pues entonces fíjense acá…., nos dijo. En ese instante se aproximaba al piano la señorita Emilia Otten, quien, acompañada por la señorita Pérez Sandi, cantó esa aria sentimental de La Sonámbula, cuando la protagonista pasa dormida el puente peligrosísimo, y en la que Bellini puso todo su noble corazón. Ni los nutridos aplausos que el público prodigó a la señorita Otten, sacaron de su éxtasis a Pablo Cepeda. Yo me aventuré a decirle: —Hombre, aunque sea por un minuto, fíjate acá. Pero el respondió malhumorado: —Oh, déjame, déjame. Hubo otro números de música, de canto, así como literarios, pero a Amado le pasaba con la literatura lo que nosotros con la niña bonita: solamente la composiciones en verso despertaban su entusiasmo y llenaban su alma.

Como en esta vida todo tiene su “hasta aquí”, llegó el fin de aquella encantadora fiesta que fue cerrada con broche de oro con el Himno Nacional Mexicano, cantado por un coro de lindas señoritas, quedando las estrofas a cargo, si mal no recuerdo, de las señoritas Ramona Camarena, Enriqueta de los Ríos, María Robles y Emilia Otten. Después de que se escuchó en silencio aquel canto patriótico, la concurrencia comenzó a salir. Cuando Pablo Cepeda y yo buscamos a la niña por última vez, había desaparecido. Pablo, casi llorando, me preguntó: ¿Y la niña? —Nada sé de ella, le contesté. —Cuando me tocó el turno de salir, hallé a mi padre en la puerta del plantel. Ambos nos encaminamos hacia nuestro hogar, pero yo iba triste, me preocupaba aquella niña y deseaba con anhelo saber su nombre.

Las vacaciones en aquella época no duraban más que dos semanas. El día primero de octubre del mismo 1881, se abrieron las clases en la escuela y desde el primer día me presenté en el establecimiento. Más tardó Pablo Cepeda en verme que en dirigirme la pregunta: —¿No has sabido por fin quien es la niña? —No he sabido nada.  Con el transcurso del tiempo, la frecuencia de la pregunta fue disminuyendo; pero ya casi al fin del curso la repetíamos casi inconscientemente: —¿No has sabido nada? —Nada, absolutamente. —¿Así es que sigue siendo para nosotros un secreto? —Completamente cerrado.

Por fin llegó el mes de agosto de 1882. Tuvimos exámenes. Se hizo la distribución de premios, en medio de una fiesta como la pasada; pero la niña no apareció. En septiembre siguiente abrió sus puertas al público el teatro “Calderón”: la compañía dramática de Escanero y Segarra ofreció a la sociedad tepiquense tres abonos, de 12 funciones cada uno. Cuando había algún espectáculo, la banda del 22 tocaba durante hora y media, afuera del teatro, en las proximidades de la puerta principal y como dicha estaba cerca de las cuatro esquinas que con la calle Hidalgo, hacía la de Veracruz, la música se situaba en el crucero de estas calles para que los acordes se esparcieran por los cuatro vientos. El taller de sastrería de mi padre se encontraba en una de esas equinas, nada menos que en la S. E., y siempre que había función me llevaba allí para que oyera la música que comenzaba a deleitarme tanto como a Amado la literatura. Una de tantas noches, encontrábame sentado en una silla, cerca de la parte interior del umbral de la puerta que más directamente daba al lugar de la música. De improviso se aproximó mi padre hacia mi diciéndome: —Mira quienes están allá, —y al mismo tiempo me indicaba la esquina opuesta en sentido perpendicular y no diagonal. —Oh, le dije, son Amado Nervo, los hermanos Samuel y José Flores, Quirino Ordaz y Benjamín Retes… —¿Por qué no vas a platicar con ellos? —No me han convidado, le contesté. —Es que no te han visto, me respondió. Y aquí sucedió una de esas casualidades que sin embargo nos son raras en la vida: cuando mi padre acabó de pronunciar las últimas palabras y como si éstas hubiesen sido escuchadas por Amado, volteó éste para donde yo estaba, y al verme les dijo a su amigos: —Muchachos, muchachos, miren quién está allá…! En efecto, se acercó a mí el grupo de mis amigos y condiscípulos y Amado dijo: —¿Quieres venir a platicar un rato con nosotros? Mi padre, que oyó tan ingenua invitación, se acercó a nosotros y me dijo: —¿Por qué no vas con tus amigos? ¿No oyes que te invitan? —¡Verdad, señor, dijo Amado a mi padre, que usted le permite venir con nosotros? —Con mucho gusto, sí, sí, que vaya…

Me uní a mis amigos, cruzamos la calle perpendicularmente, yendo a ocupar el mismo sitio que antes ocuparan ellos y comenzamos a charlas. Nuestras conversaciones eran sobre la escuela, pues ni Amado Nervo ni Pablo Cepeda ni yo, ni ninguno de los citados últimamente pasábamos de los diez años de edad. En el segundo piso del edificio cuya esquina ocupábamos vivía la familia de don Quirino Ordaz, padre del condiscípulo que llevaba el mismo nombre y que nos acompañaba en esos momento. El departamento superior tenía balcones que daban a las calles de Hidalgo y Veracruz. Desde el momento en que mis amigos y yo nos posesionamos de la esquina, pude observar que había varias señoritas sentadas en los balcones. Inconscientemente volteó Amado para arriba y quedó por algunos instantes viendo con cierta curiosidad y temor al mismo tiempo. Luego se vuelve a nosotros y nos dice con alguna reserva y casi en secreto: —Muchachos, muchachos, no vayan a cometer una imprudencia ni a decir un disparate porque allí esta Mariana Rivas, con las hermanas de  Quirino. Este vió también para arriba y luego bajó sus ojos diciéndonos con impasibilidad: —Oh, sí, sí, allí está. Voltee a mi vez para ver a las señoritas que estaban en los balcones, y….mi sorpresa no tuvo límites. Quise gritar, correr, pero quedé como clavado en aquel sitio. Una alucinación celestial poseyó todos mis sentidos por algunos segundos, durante los cuales comencé a hacer gestos que llamaron la atención de todos, al extremo de que Amado se me acercó y moviéndome por los hombros, me decía: —¿Qué tienes, qué te pasa…? Volví en mi y le dije: —Oh! Nada, nada…Pero al recobrar mi conocimiento, experimenté los deseos del llanto. Mi éxtasis no pasaba aún. Atraído por aquella visión inesperada, volví otra vez mis ojos hacia los balcones. No cabía duda, allí estaba todavía, y aunque no creyese lo que estaba viendo, era ella, la misma. Esa niña a quien Amado Nervo llamó Mariana Rivas era la misma, la mismísima que tan poderosamente nos había cautivado a Pablo Cepeda y a mí, durante la distribución de premios en la escuela parroquial de niños que dirigía el señor don Fernando Montaño, en la noche del 17 de septiembre de 1881.

Por supuesto que yo bien me guardé de contarle a Pablo Cepeda que Amado Nervo, sin sospecharlo, había descubierto el íntimo y romántico secreto de nuestras almas infantiles…

        Los Ángeles, Calif., Julio de 1938.

DATOS DEL ARTÍCULO

CUANDO NERVO Y YO IBAMOS A LA ESCUELA. RECUERDOS DE UN COMPAÑERO DEL POETA.

LA OPINIÓN. DIARIO POPULAR INDEPENDIENTE.

2DA. EDICIÓN  VOLUMEN XII     NÚMERO 312

LOS ÁNGELES, CALIFORNIA. DOMINGO 24 DE JULIO DE 1938.

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