Tengo una rara inclinación para llevar la contraria. Cuando las niñas de mis ojos eran muy pequeñas, las obligaba, junto con su madre, a usar el cinturón durante los trayectos en automóvil por la ciudad. En ese entonces no era obligatorio. Bastó que lo fuera para que dejara de exigirlo en mi entorno familiar, particularmente en trayectos urbanos cortos. Como ahora se enciende una alarma cuando no se usa el cinturón, soy objeto de reclamos que enfadan más que el sonido automático del vehículo.
En la escritura me ha sucedido lo mismo. En los tiempos en que era colaborador de la prensa escrita local, donde era costumbre escribir textos extensos, yo aposté por las formas breves. Durante muchos años colaboré en Meridiano con una columna llamada Breverías, publicada en primera plana. Su nombre provenía de su extensión exacta: 133 palabras. Ni una más ni una menos. Empecé a hacerla después de entrenarme formalmente en ello con expertos. La única destreza que logré después de miles de Breverías fue la exactitud en el conteo de las palabras. Rara vez tenía que podar una o dos o agregarlas. Pero como todo, esa capacidad de síntesis me abandonó. De un día a otro fui incapaz de escribir ese número exacto de palabras y decir algo que valiera la pena.
Después de ese desperfecto en mis conexiones neuronales, me fui al otro extremo: soy incapaz de escribir algo decente en un rango abajo de las ochocientas o mil palabras. Bonita metamorfosis en una época en la que el mundo digital pide textos breves e inocuos, boletines gubernamentales de 40 palabras igualmente inocuos. Mis capacidades se alteran para multiplicarme las palabras, no las cuentas bancarias. Y agreguemos a esto que más palabras en un periódico es más papel, más tinta, más gasto.
Pero así como busqué argumentos para la utilidad de lo breve, hoy los tengo para todo lo contrario. No soy, por fortuna, político, pero sé comportarme como ellos. Para todo tengo justificación. Así que mi etapa de incontinencia textual tiene una utilidad: la profundidad y la reflexión tienen en las mil o más palabras su tierra fértil. Claro que exige concentración, escasa en este tiempo; demanda tiempo, inencontrable en esta época; requiere lentitud, algo inexistente en la vida de vértigo; promete algo de placer, innecesario en la sobreoferta de despachadores de dopamina en las redes sociales.
Pese a todo, los textos largos, al menos en parte del periódico, tendrán su lugar. Me han preguntado si Meridiano quiere transitar a una revista, por los temas y extensiones de sus trabajos especiales. He aclarado que no, que seguirá siendo un periódico impreso con presencia digital, anclado a los principios básicos del periodismo pero abierto a los nuevos usos y costumbres. ¿En qué parte quedan los trabajos de largo aliento? En ambas. Porque seguiremos ofreciendo piezas que duran más en leerse que en redactarse, y aquellas que necesitan meses en tomar forma y llevan minutos en consumirse. En el nuevo Meridiano hay lugar para todo, incluidos la profundidad, lo atemporal, lo serio, lo jocoso, lo irónico, lo doloroso, lo alegre, lo trivial. Para todo.