La política argentina vuelve a encenderse con una chispa que jamás termina de apagarse: la figura de Cristina Fernández de Kirchner, otrora presidenta y vicepresidenta de la Nación, ha regresado al centro del debate, esta vez no por sus discursos incendiarios ni por su gravitación dentro del peronismo, sino por la reciente ratificación judicial de su condena por corrupción, que incluye seis años de prisión domiciliaria e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos.
No es la primera vez que la expresidenta enfrenta una andanada judicial. Lo que diferencia este episodio de los anteriores es la contundencia con la que se han alineado los factores institucionales para confirmar la sentencia y, sobre todo, el efecto que dicha resolución provoca en el ya fracturado tablero político argentino. Las reacciones no se han hecho esperar. Desde la oposición celebran lo que consideran una victoria de la justicia frente a la impunidad de los poderosos, mientras que sus seguidores, particularmente en el núcleo duro del kirchnerismo, denuncian una persecución judicial orquestada para aniquilar políticamente a su líder.
Este episodio no solo revuelve el polvo del pasado, sino que plantea preguntas urgentes sobre el futuro de Cristina, del peronismo y de la democracia argentina. ¿Estamos ante el fin definitivo de una era o frente a un nuevo capítulo en el eterno retorno de Cristina como símbolo de resistencia? ¿Podrá el peronismo reinventarse sin ella o terminará disolviéndose en su propia nostalgia?
Cristina no es una dirigente más; es un mito viviente que combina carisma, confrontación y una narrativa de lucha popular que sigue movilizando multitudes. La confirmación de su condena, lejos de arrinconarla, parece haberla vuelto a colocar en el papel que mejor le sienta: el de víctima del “lawfare”, una justicia que —según ella y los suyos— actúa por encargo de los poderes económicos y mediáticos que nunca pudieron digerir los años del kirchnerismo.
Esa narrativa, por más desgastada que parezca, sigue teniendo eco en vastos sectores de la sociedad argentina, particularmente en los más golpeados por las políticas de ajuste del actual presidente Javier Milei. El ultraliberalismo rampante que se impone desde la Casa Rosada con medidas de shock y desmantelamiento del Estado ha hecho que muchos ciudadanos vuelvan la mirada al pasado reciente, donde, con todos sus defectos, el Estado tenía presencia y cierta contención social.
Pero Cristina no ha apelado desde la debilidad. Al contrario, su reacción tras la ratificación de la condena ha sido desafiante, como era de esperarse. Ha señalado que no se callará, que no se retirará y que no aceptará pasivamente una sentencia que considera ilegítima. Ha comparado su situación con la de líderes populares perseguidos en la historia argentina y regional, y ha convocado, sin convocar abiertamente, a una movilización popular en su defensa.
En efecto, las manifestaciones frente a los tribunales, las plazas colmadas de simpatizantes, y los pronunciamientos de agrupaciones políticas, sociales y sindicales que la respaldan, nos recuerdan que en Argentina las decisiones judiciales no se dirimen en frío. Aquí, la justicia se discute en la calle, en los medios y en las asambleas. El fallo no solo afecta a Cristina como persona; es interpretado como un intento de disciplinar al peronismo todo, una advertencia al resto de los liderazgos populares que osen desafiar el nuevo orden.
Y es que detrás de la sentencia hay una dimensión profundamente política. La inhabilitación perpetua no es menor: significa cerrar, al menos formalmente, la posibilidad de que Cristina regrese a la boleta electoral. Pero también representa un dilema para el peronismo. Porque si Cristina no puede competir, ¿quién tomará la posta? ¿Su hijo Máximo, que aún no logra consolidar liderazgo nacional? ¿Axel Kicillof, gobernador bonaerense con buena imagen pero resistencia interna? ¿O una figura más moderada, que busque tender puentes con el centro político y no cargar con el estigma de la confrontación kirchnerista?
Por ahora, lo que se observa es una batalla abierta entre los sectores que insisten en mantener la centralidad de Cristina como faro ideológico —aunque jurídicamente limitada—, y aquellos que consideran que ha llegado el momento de soltar el lastre y refundar el peronismo desde otra lógica, más horizontal y moderna. Sin embargo, mientras Cristina mantenga su capital simbólico, su capacidad de interpelar a las bases y su talento comunicacional, resultará difícil para cualquier dirigente consolidarse sin su bendición o, al menos, sin definir una postura clara frente a ella.
Desde una perspectiva regional, el caso de Cristina Fernández de Kirchner vuelve a poner sobre la mesa el debate sobre el uso político de la justicia, la persistencia de liderazgos personalistas, y las tensiones entre institucionalidad y representación popular. Como en Brasil con Lula, como en Ecuador con Correa, la judicialización de los expresidentes ha dejado una huella de sospecha sobre la imparcialidad de los poderes judiciales en América Latina.
No se trata de defender la impunidad —la corrupción debe ser castigada, venga de donde venga—, pero tampoco de aplaudir fallos judiciales sin preguntarse por el contexto en el que ocurren, las motivaciones subyacentes y el impacto que tienen en la estabilidad democrática. En el caso de Cristina, el fallo llega en un momento de crisis económica, desencanto popular y polarización extrema. Y aunque el oficialismo libertario pretenda presentarlo como un triunfo de la República, muchos argentinos lo ven como un capítulo más en la saga de una justicia que no siempre actúa con la misma vara.
Así las cosas, la Argentina se adentra en un periodo incierto. Con una economía tambaleante, un gobierno nacional que gobierna con motosierra en mano y una oposición peronista que aún no logra reorganizarse, la condena a Cristina puede funcionar como catalizador de nuevos alineamientos, tanto al interior del justicialismo como en el mapa político general. Podría abrir la puerta a liderazgos renovados o, por el contrario, provocar un cierre de filas en torno a la líder herida.
Cristina Fernández de Kirchner ha sido muchas cosas: senadora, presidenta, vicepresidenta, figura polarizadora, símbolo de justicia social, blanco de odio, madre de una generación militante, y ahora, condenada. Pero su historia, lejos de terminar con esta sentencia, parece ingresar en una nueva fase. Una etapa que pondrá a prueba no solo su temple personal, sino la capacidad del peronismo para definirse de cara al futuro.
Opinión.salcosga23@gmail.com
@salvadorcosio1