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viernes, agosto 1, 2025
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Volantín | España, la OTAN y la furia de Trump

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La diplomacia internacional no solo se escribe con tinta fina y lenguaje ceremonial: a menudo, también se grita desde el podio con amenazas, se negocia a codazos en salones cerrados y, en no pocas ocasiones, se impone a golpe de presión económica. Así lo volvió a dejar claro el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien en su estilo inconfundible —más propio de un capataz que de un jefe de Estado— ha lanzado una nueva advertencia, esta vez dirigida a España, por considerar que incumple con los compromisos de gasto en defensa asumidos por los países miembros de la OTAN.

El escenario fue la reciente cumbre de la Alianza Atlántica celebrada en La Haya, Países Bajos, donde los 32 miembros del organismo militar pactaron incrementar su inversión en defensa hasta un 5% del Producto Interior Bruto (PIB) para 2035. La fórmula acordada fue clara: un 3.5% para gasto militar básico, más un 1.5% adicional para innovación y capacidades estratégicas. El objetivo: consolidar la autonomía militar de Occidente, reforzar la disuasión frente a amenazas rusas y chinas, y garantizar que Estados Unidos no siga siendo el único que pone los aviones, los misiles y los soldados cuando el mundo arde.

Pero no todos los socios se subieron al mismo barco con igual entusiasmo. El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, si bien firmó la declaración conjunta, aclaró que su país proyecta alcanzar apenas el 2.1% del PIB en inversión militar. Según dijo, con ese nivel bastaría para mantener la coherencia con los objetivos de la Alianza, al haber —supuestamente— negociado un aval específico dentro del marco diplomático.

Este matiz español desató la furia del presidente Trump, quien no tardó en descalificar la postura ibérica. Desde su ya clásica tribuna de declaraciones encendidas, Trump no solo criticó lo que considera una falta de compromiso por parte de España, sino que amenazó con represalias comerciales si el gobierno de Sánchez no corrige el rumbo. La forma es fondo, y el fondo del mensaje del mandatario estadounidense no deja lugar a dudas: quien no paga por su defensa, no merece trato preferente en el comercio.

Para entender la virulencia del reclamo de Trump, hay que recordar que desde su primer mandato ha exigido a sus aliados una mayor contribución económica en materia de defensa. No sin razón, pero también con un enfoque profundamente transaccional, ha señalado que muchos países europeos disfrutan de la protección del “paraguas nuclear” estadounidense sin pagar su parte justa. Ya en anteriores cumbres de la OTAN, había amenazado incluso con retirar tropas o suspender cooperación militar a quienes no cumplieran con los mínimos establecidos.

No obstante, lo que diferencia esta nueva advertencia es su carácter más abiertamente punitivo. Trump ha sugerido, de forma explícita, que el desacato español podría conllevar represalias arancelarias, revisión de acuerdos comerciales y restricciones en inversiones bilaterales. Es decir, que si España no pone más en defensa, podría pagar de otra forma: con barreras a sus productos, con frenos a su economía.

Este tipo de chantaje diplomático revela una visión del mundo donde las alianzas no se basan en valores compartidos ni en solidaridad estratégica, sino en balances de cuentas y reciprocidad inmediata. Y si bien es legítimo que Estados Unidos, como principal aportador de la OTAN, exija mayor compromiso, hay formas y momentos para hacerlo. La presión pública y la amenaza de sanciones económicas parecen más un acto de intimidación que una gestión responsable de las relaciones multilaterales.

España, por su parte, ha defendido su posición con base en dos argumentos. El primero: su compromiso con la seguridad colectiva no está en duda, como lo demuestra su participación activa en misiones internacionales, su inversión creciente en modernización militar y su apoyo político constante a la OTAN. El segundo: los límites presupuestarios internos, las prioridades sociales y el contexto económico no permiten ir más allá del 2.1% del PIB en defensa, al menos en el corto plazo.

En el fondo, lo que está en juego es la soberanía de una nación para decidir cómo y cuánto gastar, sin que se le impongan cuotas ajenas a su realidad política. No se trata de negar la necesidad de fortalecer las capacidades militares compartidas, sino de evitar que esa necesidad se convierta en un corsé que afecte la autonomía presupuestaria. Pedro Sánchez ha sido claro en que su país avanzará en la dirección correcta, pero sin ceder a presiones que comprometan su agenda social ni provoquen un desgaste interno.

Aquí también hay un elemento cultural e histórico: Europa no es Estados Unidos. La lógica militarista no encuentra igual eco en las sociedades europeas, especialmente en países como España, con una memoria reciente marcada por el autoritarismo y un electorado más escéptico frente a los incrementos en gasto bélico. Exigirles una carrera armamentista bajo amenaza puede ser, además de ineficaz, contraproducente.

El presidente Trump ha hecho del endurecimiento su sello. Para sus votantes, es prueba de fuerza. Para sus aliados, una señal de que nada es gratuito. Y para sus adversarios, un recordatorio de que el viejo orden internacional ha sido sustituido por una nueva lógica de fuerza bruta comercial.

En lo inmediato, este episodio podría tensar las relaciones transatlánticas. La OTAN no puede permitirse fisuras internas cuando enfrenta desafíos existenciales, desde la guerra en Ucrania hasta la expansión de China en Europa del Este y África. Una Alianza fuerte requiere cohesión, pero también respeto mutuo. Si Estados Unidos opta por castigar a los que no se alinean con su doctrina contable del poder, puede terminar debilitando aquello que pretende proteger.

El dilema que plantea Trump es profundo: ¿pueden las alianzas internacionales sostenerse sin coerción? ¿O es inevitable que los más poderosos impongan sus condiciones mediante la amenaza?

Lo que viene en las próximas semanas será crucial. Si Washington materializa sus amenazas, el conflicto podría escalar más allá de lo militar y desembocar en una crisis comercial. Si, por el contrario, se abre un canal de negociación respetuoso, España podría revisar su proyección presupuestaria sin renunciar a su soberanía fiscal.

Mientras tanto, la Unión Europea observa con atención. Porque lo que Trump exige a Madrid podría exigírselo mañana a Berlín, Roma o París. Y porque el precedente de castigar a un socio por desacuerdo presupuestario sentaría un precedente peligroso en las relaciones internacionales.

Trump ha vuelto a recordarnos que el mundo multipolar no será un remanso de cordialidad. Que la fuerza sigue siendo moneda de cambio. Y que la diplomacia, si no es acompañada de firmeza y visión estratégica, puede quedar sepultada bajo el ruido de las amenazas.

En suma, España deberá encontrar el equilibrio entre cumplir con sus compromisos internacionales y defender su autonomía política. Y Estados Unidos haría bien en recordar que la verdadera fortaleza de una alianza no se mide solo en tanques o misiles, sino en la confianza que se deposita entre quienes la integran. Porque de no hacerlo, la OTAN corre el riesgo de convertirse, no en una fuerza unida, sino en un club sometido a la voluntad del más fuerte.

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