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lunes, septiembre 15, 2025
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Y menos por un amor

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Crónica Meridiana | Jorge Enrique González

Uno se forja un catecismo de negaciones, un manual de urbanidad personal que jura lo protegerá de las calamidades del mundo moderno. Creí, con la fe del converso, que mi biografía jamás registraría una visita a ese sitio. ¿Las razones? Un prontuario casi genético de incompatibilidades con la República Festiva: por decreto médico me está proscrito el alcohol; mi sistema nervioso registra los decibeles altos como una agresión física; mi capacidad vocal confunde el canto con el bramido; y mis extremidades inferiores, y las superiores también, sostienen un pleito histórico e irreconciliable con el ritmo. Añádase a esto una devoción por el silencio monacal, esa deformación profesional del alma heredada de una temprana formación entre sotanas y latines, y el cuadro del perfecto inadaptado estará completo.

Explico, para el no iniciado: existe en Tepic, y al parecer en el resto de la nación como una exitosa franquicia del corazón roto, un local cuyo nombre es ya un diagnóstico: Sala de Despecho. Lo describen como un santuario de la tecnología al servicio de la herida abierta: decenas de pantallas, una artillería sónica inmisericorde y una feligresía mayoritariamente juvenil que, armada con botellas de proporciones industriales, cumple con el rito báquico de chillar, como cerdos en pleno sacrificio, los himnos de todos los géneros dedicados al rencor. Por ahí ha peregrinado todo mi censo afectivo: hijos, amigos de ambos sexos, clientes e incluso, me aseguran, algunos clérigos de avanzada en misión antropológica. Pero soy inmune a la curiosidad en esos temas.

Sin embargo, el calendario impone sus decretos. Diana celebraba su onomástico y el edicto social era inapelable: la cita era en ese lugar. “La reservación caduca a los diez minutos”, advirtió. Y yo, que en la puntualidad cifro mis pocas virtudes restantes, acudí con exactitud inglesa. Me presenté pertrechado con unos audífonos Bose, prótesis para la civilidad que, aun apagados, prometían amurallar el tímpano. Al cruzar el umbral, me asaltó el impulso de la deserción, de ceder mi lugar en la pira a otro mártir. Pero el destino, encarnado en meseros de una eficiencia temible, es cruel. Nuestro grupo de doce superaba la mesa de ocho, pero el inconveniente fue resuelto con una celeridad que anuló toda coartada. No había escapatoria.

Casi de inmediato, aterrizó en la mesa el tótem de la noche: un botellón de dos litros que parecía un trofeo a la sed futura de media ciudad. Vaticiné, con la lógica de un abstemio, que si la mitad de los presentes se limitarían al agua mineral, la proeza de vaciarlo sería imposible. ¿Constituirá una falta al decoro informar que, seis horas después, del alma del agave no quedaba ni el recuerdo de una gota? Para acompañar la penitencia líquida, pedimos tacos, única opción junto con la pizza. Los míos llegaron con una temperatura glacial y un sabor que evocaba la pañería de cocina. Hay que decirlo todo: un mesero, con la diligencia de un paramédico espiritual, retiró el plato ofensor y lo repuso con prontitud. El resto de la concurrencia sobrevivió a base del maná salado de los cacahuates.

El lugar era un desfile de la juventud triunfante, una pasarela de cuerpos donde los pectorales y los glúteos parecían esculpidos para la autoflagelación sentimental. Iban y venían, oficiando el rito de los tragos cortos y las bebidas herbales. Y entonces, el volumen ascendió a niveles de mitin político. Armados con micrófonos de juguete, cetros de plástico para una catarsis democrática, comenzaron a cantar. La entonación era lo de menos; cientos de gargantas unificadas en un solo lamento eran la única orquesta. Era un psicodrama colectivo entonando el canon del amor maldito, las súplicas del retorno y las mentadas de madre envueltas en metáforas suburbanas. El lenguaje de vecindad redimido por el poder democrático del despecho.

Aquello, habría que admitirlo, rozaba lo místico. Las caras contorsionadas por el grito y el sentimiento parecían una versión secular de Santa Teresa de Ávila en pleno éxtasis. Qué no hubiera dado Bernini por tener a su disposición ese retablo viviente de la transverberación tepiqueña, esos rostros que encarnaban a la perfección el corazón traspasado, ya no por un fuego sobrenatural, sino por el recuerdo de un amor terrenal. El santoral era ecuménico: de José Alfredo a Juan Gabriel, de Rocío Dúrcal a Gloria Trevi, de Ana Gabriel a José José, de Amanda Miguel a Luis Miguel, de Vicente Fernández a Alejandra Guzmán. “No, no te preocupes por mí”, aullaban, “aquí todo sigue igual”. Y sentenciaban: “Yo nunca había tomado, y menos por un amor”.

La noche se estiraba en una liturgia de despedida circular. Liquidaban la cuenta, se repartían besos y abrazos de adiós, pero el primer acorde de la siguiente canción los regresaba a la mesa como un canto de sirena etílica. Pedían la del estribo, peregrinaban al baño, volvían cantando. Una nueva cuenta, una nueva propina, hasta que las luces del local, encendidas un cuarto para las dos, decretaron el fin de la ceremonia. Afuera, los sobrevivientes, con alguna botella a medio consumir como reliquia, deliberaban sobre el siguiente punto de la parranda , sólo para recordar que un toque de queda pastoral rige la noche de Tepic. El debate mutó hacia la estrategia: cómo burlar al alcoholímetro, único temor terrenal capaz de desdibujar con una multa el éxtasis del despecho.

Este domingo lo he dedicado a la plegaria. He orado como poseído. Por las dos generaciones allí presentes: la mía, la de mi mesa, que navega entre los cincuenta y los sesenta, y la de los treintañeros, promedio de la concurrencia según estimaciones de Navarrete. Me han conmovido hasta el sufrimiento, porque entiendo que sólo las cicatrices de un gran amor pueden explicar esa resistencia a los decibeles y esa memoria prodigiosa para el cancionero del rencor. Este lunes patrio elevo una nueva oración por ellos, para que me alcance de antemano para cuando me toque a mí.

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