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martes, septiembre 23, 2025
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La trampa de los argumentos

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En la edición de este lunes, el equipo editorial de este diario se propuso ofrecer a nuestros lectores un análisis técnico sobre la iniciativa de reforma a la Ley de Amparo. Buscamos a expertos en derecho y pedimos sus juicios anónimos, con la esperanza de obtener reflexiones libres de la corrección política o de las lealtades ideológicas y disciplinas partidistas. El resultado fue una pieza informativa que, creemos, aclara una materia árida y nos sitúa frente a los polos que hoy debaten el tema. Creímos que era un ejercicio más productivo que buscar la opinión de legisladores, cuya lealtad a sus supremos a menudo reemplaza al argumento.

Pero en este espacio, que es esencialmente personal, quiero detenerme en algo que, tras leer las más de cien páginas de la iniciativa oficial, me parece que debe tratarse por separado. El documento está, en apariencia, bien construido. Cita jurisprudencia, invoca tratados internacionales y justifica cada cambio con una prosa técnica. Sin embargo, bajo esa superficie subyace una trampa, una inversión de papeles tan audaz que resulta casi perversa.

Históricamente, el juicio de amparo ha sido el escudo del ciudadano. Es la herramienta que tiene una persona para defenderse de los posibles abusos del poder. Pero en la narrativa de esta reforma, el Estado, ese gigante con recursos infinitos, se presenta a sí mismo como la víctima.

Es una argumentación asombrosa. De pronto, es el Estado recaudador el que se siente lastimado por el “uso indiscriminado” de suspensiones que frenan el cobro de créditos fiscales. Es la Unidad de Inteligencia Financiera la que se duele de que miles de amparos han desbloqueado cuentas por más de 27 mil millones de pesos, obstaculizando su función. Es la autoridad pública la que, víctima de sentencias que le ordenan actuar, ahora pide una vía legal para poder argumentar que le es “imposible” cumplir, salvándose así de cualquier sanción.

El poder está construyendo un escudo para protegerse del escudo del ciudadano. Y es aquí donde la argumentación oficial se desmorona por su desproporción. Es una queja que sonroja. De un lado, el Estado, con sus edificios de mármol, sus ejércitos de abogados pagados con nuestros impuestos y el tiempo infinito a su favor. Del otro, una persona, con sus ahorros, su angustia y un solo abogado si tiene suerte. Y en esta contienda, la más desigual de todas, el gigante se atreve a decir que el escudo del pequeño le estorba. ¿Cómo equiparar el “daño” que sufre el erario por la suspensión de un acto, con el daño, a menudo irreparable, que sufre un individuo por un acto de autoridad abusivo?

La incongruencia es total, pero la trampa es sutil. La iniciativa no redefine de forma explícita el “interés social”. Al contrario, lo enuncia con corrección, como las aspiraciones de la sociedad en su conjunto. El truco viene después. El documento equipara, de manera sistemática, ese “interés social” con los intereses operativos del Estado. Argumenta que se afecta el interés colectivo cuando se obstaculizan las funciones de la UIF o cuando se impide el manejo de la deuda pública. Así, plantea una contradicción artificial: de un lado, el ciudadano que busca amparo para un derecho individual; del otro, el Estado como único representante del bien común. Se pervierte la lógica para que la protección de una persona parezca un ataque contra todos.

El riesgo de esta trampa argumental es inmenso. No estamos ante una simple reforma técnica, sino ante un intento de redefinir filosóficamente la relación entre el ciudadano y el poder. Se busca normalizar la idea de que la defensa de un derecho es un obstáculo para el “bien común”, un lujo que retrasa los planes del gobierno. Es un diseño legal para que la justicia que protege al individuo sea la excepción, no la regla, volviéndola un privilegio para quien pueda resistir una batalla legal más larga, más cara y más difícil.

La historia del derecho es la crónica de cómo la humanidad, lentamente, le fue arrebatando al poder su capacidad de ser juez y parte. El amparo es, quizá, la herramienta más afilada que esa larga lucha nos heredó. Desgastarle el filo, aunque sea con tecnicismos y pretextos de interés social, no es modernizar la justicia. Admitamos que la regresa a un tiempo más oscuro, un tiempo en el que la razón del Estado no necesitaba dar razones y al ciudadano sólo le quedaba el silencio.

Quisiera pecar de castastrofista y no tener la razón. Que mi deformación profesional de sobrepensar las cosas sea un pecado personal, frente a la buena fe y la salud mental del poder y quienes lo ejercen.

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