Casi con cada escándalo político, en la patria grande o en la chica, regresa a mí el eco de un viejo juego doméstico. Mis hijos eran pequeños, tres, con una diferencia de edad que se medía en meses. En ese tiempo de ellos en que el futuro es un territorio fantástico, la mayor jugaba a que sería Papa, seguramente inspirada por las imágenes de Juan Pablo II recorriendo el mundo. El varón, más terrenal, soñaba con ser Presidente de la República. La más pequeña, siempre festiva, proponía una opción para su vida adulta que sonrojaba a padres y abuelos, y que la decencia me obliga a omitir aquí.
La clave de todo, sin embargo, estaba en la lógica del niño. Cuando le preguntaba por qué quería ser Presidente, su respuesta era de una ternura y una simpleza demoledoras: “Para que tú seas el Papá de la República”. Y a partir de ahí, el organigrama del afecto se convertía en el gabinete de la nación. Los abuelos serían Abuelos de la República; su madre, la Mamá de la República; sus hermanas, primas y amigos completarían el resto de los cargos. Escucharlo me provocaba una alegría igualmente infantil y, debo admitirlo, un gozo secreto al imaginarme en tan honorable posición.
Hoy, creo que ese tipo de sueño infantil, esa fantasía de poder como una extensión del hogar, es el guion no escrito que han seguido casi todos los políticos que han llegado a un cargo superior en este país. Con una diferencia trágica: ellos lo cumplieron.
Lo han cumplido en todos sus excesos, transformando la inocente ensoñación de un niño en una patología que ha definido nuestra vida pública. Al llegar al poder, no se convierten en estadistas, sino en patriarcas. La República deja de ser una entidad de ciudadanos para volverse un patrimonio familiar. Y así, como en el juego de mi hijo, empiezan a repartir los títulos. El erario se convierte en la billetera familiar; los puestos clave, en herencias para la Hermana de la República; los contratos millonarios, en regalos para el Amigo de la República; y las candidaturas, en dotes para el Primo de la República. La novela del realismo mágico palidece ante la desfachatez de nuestra realidad.
Esta dinámica no es exclusiva del más alto cargo. Es un patrón que se repite, como un patrón, en cada nivel de gobierno. Desde la presidencia hasta los más modestos ayuntamientos, pasando por regidores o presidentes de comisariados ejidales. Cada uno, en su propio feudo, actúa como si el puesto no fuera un servicio, sino una conquista. No son administradores temporales de un bien público, son los dueños de una barca a la que sólo suben los suyos, mientras el resto mira desde la orilla.
Quizá el problema de fondo es que nunca superaron esa etapa infantil del egocentrismo, esa creencia de que el mundo es una proyección de sus propios deseos. No logran entender la diferencia entre familia y Estado, entre lo privado y lo público. Gobiernan con el álbum familiar en el corazón, lejos de la ley y la autocontención.
Y así, cada vez que un nuevo escándalo de nepotismo, de compadrazgo o de enriquecimiento ilícito sale a la luz, yo ya no veo a un político corrupto. Veo a aquel niño jugando en la sala, repartiendo cargos imaginarios. Y entiendo que la gran tragedia de México es ésa: que el sueño absurdo de un niño se ha convertido, en manos de los adultos, en nuestra peor pesadilla.