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jueves, octubre 2, 2025

El regalo de Augusto

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Fíjese, chato, que ayer la Nación estuvo de manteles largos. Nuestra señora Presidenta cumplió su primer año al frente de este barco que llamamos México. Y como en todo cumpleaños, pues uno piensa en los regalos, en los buenos deseos, en el pastel y en la fiesta. Pero a veces, el mejor regalo no es algo que te dan, sino algo que te quitan. ¿A poco no? Es como cuando por fin arreglan esa gotera que no lo dejaba dormir a uno, o cuando el vecino ruidoso por fin se muda. ¡Qué paz, qué bendición! El mejor regalo, a veces, es que te quiten un problema de encima.

Y es aquí donde entra a cuadro nuestro personaje de la semana, la ex corcholata de nombre Augusto, don Adán Augusto. Si este señor de veras quisiera darle un regalo de aniversario a la Presidenta, uno que demuestre lealtad a ese partido que tanto presume haber creado, no necesita comprarle flores ni llevarle mariachi. El mejor regalo que podría ofrecerle, el más patriótico, el más elegante, sería su silencio. Un silencio definitivo. O mejor aún: su renuncia irrevocable a la vida pública.

Usted se preguntará, ¿y por qué tanto alboroto? ¿Por qué el silencio? ¡Ah! Porque el problema con don Augusto es que se ha vuelto como el náufrago que, en lugar de nadar hacia la orilla, se pone a dar manotazos y se hunde más con cada brazada. Se hunde él y amenaza con llevarse entre las patas a los que están cerca. Cada palabra que emite para explicar lo inexplicable es una palada más de tierra sobre su propio prestigio.

Empecemos por el dineral. Cuando le preguntan de dónde sacó tanta lana, nos sale con un repertorio que ni el Circo Atayde. Primero, que son “honorarios”. ¡Qué palabra tan bonita! Suena a cosa de gente honorable, de gente decente. Pero cuando uno rasca tantito, resulta que los “honorarios” vienen de empresas con más sombras que un zaguán a medianoche. Compañías que, ¡qué casualidad!, recibieron contratos directos y sin licitar cuando él estaba en el poder. O sea, que primero les daba chamba con nuestra plata y luego ellos, muy agradecidos, le daban “honorarios”. Un negocio redondo, ¿verdad? Es como si el cantinero se sirviera las copas y además se quedara con la propina de toda la mesa.

Luego, cuando esa explicación ya no pega, nos sale con que vendió unas vaquitas. ¡Benditas vacas! Yo no sé qué raza serían, pero debieron haber sido vacas mágicas, de esas que dan becerros de oro o que en lugar de leche dan billetes de quinientos, porque para juntar esas millonadas con la pura ganadería… ¡híjole! Ni el Rey Midas en sus mejores tiempos. Uno que conoce gente de campo sabe lo que cuesta criar un animal, y las cuentas del señor, nomás no salen.

Y si eso falla, saca el as bajo la manga: ¡las herencias! Que de repente le cayeron del cielo, justo cuando más las necesitaba. ¡Qué oportuna la tía abuela que nadie conocía, o de su señor padre! Es una suerte que a uno, que es un simple mortal, nunca le toca. A nosotros, si nos heredan algo, son puras deudas y un retrato polvoriento.

Pero la cereza del pastel podrido, la que de plano ya es una burla para cualquier hijo de vecino, es lo de los impuestos. El periódico Reforma nos lo dijo: el hombre pagó un 2.4 por ciento. ¡Eso no es un impuesto, es una propina que ni a propina llega! Es una cachetada con guante blanco para el maestro, para la enfermera, para el obrero, para usted y para mí, que si nos va bien, el gobierno nos quita el 35 por ciento sin preguntarnos. ¡Un chingo de veces más! Y todavía tienen el descaro de decir que son diferentes.

Y cuando ya no sabe ni qué inventar, cuando los números nomás no cuadran, saca la última carta, la del que se hace la víctima: “¡es fuego amigo!”. ¡Por favor! Echarle la culpa a los de casa. Es como el que choca por ir viendo el celular y le echa la culpa al semáforo por no quitarse. No, chato, el fuego no es “amigo”; el fuego sale de donde hay lumbre, y aquí la humareda sale de su propio tejado.

Mire, seamos sinceros. Tal vez nunca lo veamos llevado a una celda. En este país, la justicia para los de arriba parece que se mide con otra vara. Pero de que su carrera política es un cadáver insepulto, de eso no hay duda. Se le acabó el crédito con la gente.

Entonces, ¿qué espera para retirarse? El fundador de su movimiento, el presidente anterior, cuando se cansó, se fue a su rancho “La Chingada” a descansar. Y más allá de los chistes, fue un acto de congruencia. Pues este señor Augusto debería buscarse su propia Chingada. No necesita tener un rancho con ese nombre, ¡no!, el nombre es lo de menos. Se trata del gesto, del acto de dignidad de decir “hasta aquí llegué, ya no estorbo más, ya no mancho más el nombre de un gobierno que dice luchar contra la corrupción”.

Sería el mejor regalo para su Presidenta. Un acto de limpieza. Porque a veces, cuando un árbol tiene una rama tan torcida que amenaza con pudrir al resto, lo más sano, lo más necesario, es una buena poda.

Ahí, precisamente ahí… está el detalle.

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