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martes, octubre 21, 2025
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¿El tío que necesitamos?

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Cuando un multimillonario dice que quiere salvar al país, la primera reacción, casi un reflejo, es llevarse la mano a la cartera. Y cuando ese multimillonario es Ricardo Salinas Pliego, un personaje que ha hecho del pleito y la provocación su marca personal, la desconfianza es doble. Su reciente amago de buscar la Presidencia, no de Elektra sino de la misma República, difundido ampliamente, viene con el grito de guerra de “hay que sacar a los zurdos del poder”. Suena a la receta de siempre: el hombre de negocios que cree que un país se administra igual que una de sus empresas o una tienda de motocicletas.

Es fácil, y hasta sabroso, despacharlo como el berrinche de un oligarca. Es sencillo señalar la contradicción andante que es: un hombre que se hizo inmensamente rico gracias a las concesiones y reglas de ese mismo Estado que ahora desprecia. Todo eso es cierto.

Pero, ¿y si estamos viendo el asunto al revés? ¿Y si el personaje, con todo y sus modos, es apenas el síntoma de un problema más grande y, a la vez, una especie de remedio amargo y quizá necesario para ese problema?

El populismo, en su afán de justicia social, suele desarrollar un peligroso punto ciego: la economía real. Construye una narrativa donde la palabra “empresario” se vuelve sinónimo de “enemigo” y la “ganancia” es una forma de robo. Este discurso es políticamente muy rentable, une a las bases y justifica el poder, pero a la larga es económicamente suicida. Se parte de la idea de que la riqueza es un pastel estático que sólo hay que repartir mejor, ignorando que si nadie se dedica a hornear, tarde o temprano sólo quedan migajas para dividir.

Además, el modelo populista necesita un villano para funcionar. La culpa de que las cosas no mejoren nunca es de una política pública fallida, sino de un sabotaje de los “conservadores”, la “prensa vendida” o la “oligarquía rapaz”. Es un guion muy conveniente porque exime al gobierno de cualquier autocrítica. Pero esta simplificación de la realidad se vuelve una trampa. Impide ver que un país es un mecanismo complejo y que no todos los problemas se solucionan con transferencias directas o señalando a un nuevo enemigo cada mañana en una conferencia.

Aquí es donde la figura de Salinas Pliego, nos guste o no, funciona como un aguijón. Su voz estridente, motivada por el más puro interés personal, es una de las pocas con un megáfono lo suficientemente grande como para gritar una verdad incómoda que el populismo prefiere ignorar: los programas sociales no se pagan solos. La justicia social es un objetivo noble, pero sin un motor económico que la financie, es un cheque sin fondos. Su discurso, aunque a ratos parezca una caricatura, obliga al gobierno y a sus seguidores a confrontar el gran pendiente de su proyecto.

Esta obsesión por concentrar todo en el Estado también termina por asfixiar. El gobierno se vuelve el único actor legítimo: es el constructor, el banquero, el educador, el proveedor. Y todo lo que no provenga de él se vuelve sospechoso. Se aplaude la iniciativa del Estado, pero se castiga con impuestos y burocracia la iniciativa del ciudadano. Se crea una cultura de la dependencia donde la gente espera que el gobierno le resuelva todo, en lugar de generar las condiciones para que la gente se resuelva sus propios problemas.

No, Salinas Pliego probablemente no es el presidente que México necesita. Su visión de la sociedad parece más un diagrama de flujo de sus empresas que un proyecto de nación. Pero su irrupción en la arena política, su amenaza de competir, quizá sí sea el electrochoque que necesita el populismo para moderarse. Para entender que no se puede tener bienestar social sin inversión, y que no habrá inversión si se sigue viendo al empresario como el enemigo a vencer.

Quizá no hay que simpatizar con el mensajero, pero sí vale la pena escuchar la parte del mensaje que nadie más se atreve a gritar tan fuerte, aunque sea para entender las deudas de un modelo que, sin contrapesos, corre el riesgo de ahogarse en su propia soberbia.

Ahí se las dejo y pronto nos leemos. Ojalá que mañana, ya saben por qué.

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