El camposanto de El Santuario de Guadalupe
Hacia finales del siglo XVIII, Tepic contaba con tres lugares designados para el descanso de sus muertos: el más antiguo junto a la parroquia de la Asunción (hoy catedral), otro en la capilla de la Santa Cruz de Zacate y uno más pequeño en el Hospital de Indios. Esta última institución dejó de funcionar como tal al establecerse el Hospital de San José, el 13 de marzo de 1792, en el lugar que hoy conocemos como el asilo Juan de Zelayeta.
El verdadero punto de inflexión ocurrió en 1797. Una devastadora epidemia de viruela se propagaba por la Nueva España, y el virrey Miguel de la Rúa y Talamanca emitió órdenes estrictas: los cadáveres de los apestados debían ser enterrados lejos de los centros de población.
Anticipándose a la llegada del brote a la región, el cura de Tepic, Benito Antonio Vélez, actuó con previsión. Eligió un terreno a pocos metros del recién fundado Hospital de San José para establecer un camposanto de emergencia. El 13 de abril de 1798, el subdelegado Eustaquio de la Cuesta informó oficialmente que el párroco, en uso de sus facultades, ya había “levantado cementerios que santificó a extramuros del pueblo y está continuando la construcción en él de una capilla que dice serle anexa”.
Los registros de defunción confirman que este camposanto comenzó a recibir cuerpos en enero de 1798. De esta manera, la capilla que hoy conocemos como El Santuario de Guadalupe no fue la que dio origen al cementerio; al contrario, el templo nació como una consecuencia de esta necrópolis, erigida como un muro de contención sanitario ante el terror de la epidemia.
El cementerio de Tepic (hoy Panteón Hidalgo)
El tiempo avanzó y Tepic entró en una era de bonanza. Con la prosperidad vino el aumento de la población y, con ello, una creciente mortandad. Al entrar en la tercera década del siglo XIX, los viejos camposantos simplemente estaban saturados.
La situación se tornó crítica cuando el gobernador de Jalisco, el ahuacatlense Prisciliano Sánchez, emitió nuevas disposiciones que prohibían terminantemente los entierros dentro de las iglesias. Esta ley obligó a José María Vázquez Borrego y Castorena, cura propio de la parroquia, a establecer uno nuevo. La construcción inició por comisionados del ayuntamiento en los primeros meses de 1827. Los gastos se sufragaron con fondos de las cofradías, aportaciones de limosnas y otros bienes de la parroquia.
A mediados de 1828, el imponente recinto, un octágono de más de 26 mil 260 metros cuadrados, protegido por una barda perimetral de 4.20 metros de altura, estaba concluido. Pero se enfrentó a un problema inesperado: la resistencia de la gente. Los deudos no querían que sus finados fueran enterrados en un sitio que consideraban “tan lejano”.
El cura Vázquez Borrego tomó entonces una decisión salomónica, cargada de simbolismo. Decretó que los entierros iniciarían el 21 de julio, día de Santa Práxedes. La elección no fue casual, pues revelaba un profundo conocimiento de la historia cristiana: la santificación de Práxedes, hija del senador romano Pudencio (convertido por San Pablo), se debió a su actuación valerosa de dar sepultura en las catacumbas de Priscila a cada uno de los adeptos a la nueva fe que recibieron martirio por orden del emperador Antonino Pío.
Bajo estas circunstancias, el no deseado privilegio de ser el primer huésped del nuevo cementerio recayó en Juan de la Cruz Medrano Limón, un humilde jornalero originario de Guadalajara. Murió de disentería a los treinta y tres años, dejando a una viuda y cinco pequeños.
Poco a poco, los libros parroquiales comenzaron a engrosarse. El ritmo se aceleró trágicamente en los meses de agosto y septiembre de 1833, cuando la epidemia de cólera morbo golpeó la región. La enfermedad fue tan severa que entre los vencidos se contó el propio cura Vázquez Borrego y Castorena.
Su sucesor, Rafael Homobono Tovar, se encargó de motivar a los feligreses para la construcción de una capilla dentro del camposanto, dedicada a Nuestra Señora del Refugio de Pecadores, colocando la primera piedra hacia 1839. En un informe que presentó en 1845, Tovar expresaba haber dado crecimiento al cementerio, levantando dos paredes de 25.91 metros de largo. Precisaba, además, que al frente contaba con una plazuela de 83.59 metros de largo por 33 de ancho, cubierta por una hermosa arboleda y presidida por una gran cruz de piedra sobre una columna. Desde allí, agregaba, iniciaba un camino embanquetado de ladrillo de 2.50 metros de ancho que topaba en el pórtico de la capilla.
Según lo expresado por el propio Homobono Tovar de que él erigió la capilla “desde sus cimientos”, debió concluirla antes del 20 de abril de 1844, fecha en la que se retiró de Tepic para asumir su nueva responsabilidad como canónigo en la catedral de Guadalajara.
Fue también por esos años cuando se incorporó al recinto la que es, quizá, su joya artística: el monumento funerario de la familia Fletes. Mandado a construir para el empresario Ignacio Fletes Rico, socio fundador de la fábrica textil de Bellavista fallecido el 21 de marzo de 1842, el mausoleo es hoy una visita obligada.
La obra es del escultor genovés Giuseppe Gaggini, destacado artista del neoclasicismo, y tuvo un costo de 4 mil 225.89 pesos. Fue encargado a través de Sebastián Balduino, un personaje que no sólo mantenía un activo comercio de mercaderías italianas por el puerto de San Blas, sino que también ejercía la representación consular de Ecuador en su natal Génova. En el espacio, además del empresario, descansan los restos de su hija mayor, María de Jesús Fletes Nuñez de Gadea, su hijo el poeta Francisco Plácido Fletes Nuñez y su sobrino Amado Fletes Osuna.
A la obra de arte, en sus caras, se le observan extraordinarios bajorrelieves: en la cabecera y a los pies, la vida eterna y la muerte están representadas en frisos; la cara del oriente alude a la escuela fundada por don Ignacio en El Rosario, Sinaloa; y la del poniente muestra el hospital fundado bajo su auspicio en su natal Cocula, Jalisco.
El control del cementerio cambió de manos con las reformas políticas. Establecido el Distrito Militar de Tepic el 8 de agosto de 1867 e instalado el Registro Civil a partir del primero de enero del siguiente año, su funcionamiento dejó de ser administrado por los eclesiásticos.
Ocho décadas después de su fundación, tras varias epidemias y con una población que casi se había duplicado, los espacios volvieron a estrecharse. Ante esta problemática, la administración del Territorio de Tepic, bajo la responsabilidad del general Mariano Ruiz, inició en los primeros días de enero de 1907 una gran obra de ampliación. Se extendió el cementerio media hectárea hacia el poniente, incluyendo un nuevo pórtico y oficinas.
La remodelación fue inaugurada el 15 de septiembre del siguiente año y el recinto fue rebautizado con su nombre actual: Panteón Hidalgo. El viejo pórtico, sin embargo, no fue demolido; quedó incrustado dentro del panteón, conservando para la posteridad su solemne leyenda: “Aquí la eternidad empieza y es polvo vil la mundanal grandeza”.
TEPIC, 26 OCTUBRE DE 2025.



