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miércoles, diciembre 31, 2025
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Un año más escribiendo desde las grietas

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Este año no se escribió desde la comodidad ni desde la distancia. Se escribió desde la grieta, ese espacio incómodo donde la realidad no termina de romperse, pero tampoco permite seguir fingiendo normalidad. Cada columna fue menos una opinión y más un registro, una constancia de lo que ocurre cuando la violencia, la precariedad, la impunidad, el deterioro ambiental y la banalización del dolor dejan de ser excepciones y se vuelven rutina. No para explicarlas, sino para dejar constancia de su avance.

Pero escribir desde la grieta también implica hacerse una pregunta inevitable ¿hasta dónde se puede escribir? No todo lo observado se publicó. No todo lo escrito vio la luz. No por falta de convicción, sino por los límites reales de las líneas editoriales, de los intereses económicos, de los equilibrios políticos.

Los medios no son entes abstractos, son estructuras que sobreviven en un mundo digital donde quien tiene un teléfono ya es comunicador y los medios formales quedan, muchas veces, en tercer o cuarto plano. Quienes escribimos en ellos aprendemos, a veces con frustración, que la libertad de expresión no es absoluta, sino negociada; una tensión permanente entre sobrevivir o informar.

Eso no convierte al silencio en virtud ni a la palabra en heroísmo. Sólo deja claro que escribir es un acto tenso, entre decir lo necesario y decir lo posible; entre incomodar y permanecer; entre no callar del todo y no poder gritarlo todo. Desde ahí se escribieron estas columnas, desde ese margen estrecho.

La violencia apareció una y otra vez, pero no como un hecho espectacular, sino como estructura. No sólo en los asesinatos o en las cifras de homicidios, sino en las desapariciones que se prolongan durante décadas; en las madres que buscan restos humanos porque el Estado no busca personas; en los hornos clandestinos que revelan no sólo la brutalidad criminal, sino la torpeza (cuando no complicidad) institucional. Teuchitlán no fue un punto aislado, fue un espejo. Un lugar cateado, abandonado y reutilizado por el crimen ante la ausencia total de vigilancia. La violencia no entra por la fuerza; entra porque nadie cuida la puerta.

Y cuando la justicia no llega, el hartazgo toma su lugar. Linchamientos, justicia por mano propia, incendios provocados por rabia colectiva, en Puebla. No son actos civilizados ni defendibles, pero tampoco surgen del vacío. Son síntomas de un Estado que dejó de ser referencia moral y jurídica. Cuando la ley se vuelve decorativa, la sociedad improvisa castigos. El problema es que esa improvisación también destruye.

Pero la violencia no se sostiene sola. Se alimenta de precariedad. De trabajos mal pagados, de informalidad normalizada, de salarios que no alcanzan ni para sobrevivir. Meseros cuyo ingreso depende de la propina mientras la ley se interpreta de forma conveniente para el patrón. Docentes que sostienen comunidades enteras con sueldos insuficientes, cruzando brechas, ríos y caminos imposibles para llevar educación donde el abandono es regla. Jóvenes que crecen sabiendo que, aunque estudien y trabajen, la vivienda será un privilegio ajeno.

Los datos no mienten, casas que superan con facilidad el millón y medio de pesos frente a créditos hipotecarios que no alcanzan ni la mitad; municipios donde la pobreza convive pared con pared con fraccionamientos de lujo; estados donde más del cincuenta por ciento de la población carece de seguridad social. El discurso del esfuerzo individual se vuelve cínico cuando el sistema está diseñado para excluir.

A la par, el territorio se degrada. El año también se escribió con humo, ceniza y sed. Incendios forestales que arrasan miles de hectáreas año tras año, con cifras que no sólo alarman, sino que evidencian aceleración, más del sesenta por ciento de los incendios de décadas concentrados en apenas diez años. Ecosistemas completos perdidos. Especies microendémicas borradas sin que nadie lo note. Y todo ello, en su mayoría, provocado por actividades humanas, ilegales o negligentes.

El agua sigue el mismo camino. Mantos acuíferos en déficit, pozos contaminados, ríos en semáforo amarillo o rojo. Estrés hídrico que se nombra con tecnicismos para no decir la palabra correcta: escasez. Mientras tanto, industrias enteras consumen miles de litros por producto, y nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial, comienzan a sumar presión a un recurso ya colapsado. El futuro no se seca, el presente ya está seco.

En medio de ese escenario, la cultura no sólo refleja, también amplifica. Narcocorridos que glorifican la violencia cuando el Estado no ofrece otro relato; algoritmos que premian el morbo; tragedias convertidas en contenido; víctimas revictimizadas por creadores que monetizan el dolor ajeno. Los buitres digitales no inventan la tragedia, pero la hacen rentable. Y eso dice mucho de la sociedad que los consume.

También hubo espacio para mirar lo humano, la figura del docente que resiste; la pausa obligada del semáforo como metáfora de una vida que necesita detenerse; la música como espejo social; la memoria familiar atravesada por una desaparición que nunca cerró. Porque no todo fue denuncia, también hubo intento de comprensión. De entender por qué llegamos aquí y por qué seguimos avanzando como si nada.

Al cierre del año quedan textos publicados, ideas que se quedaron fuera y una certeza incómoda, la realidad no está rota en un solo punto, sino en muchos al mismo tiempo. Y frente a eso, escribir no fue un acto de optimismo ni de consuelo. Fue un acto de registro. De dejar constancia de que alguien estuvo mirando mientras el agua faltaba, los bosques ardían, la violencia avanzaba, la precariedad se normalizaba y el dolor se convertía en contenido.

Tal vez no cambie nada. Tal vez no evite nada. Pero frente a una época que empuja a acostumbrarse, a mirar sin ver y a seguir como si fuera normal, escribir fue, al menos, negarse a aceptar que todo eso ocurriera en silencio.

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