Las palabras del nuevo primer ministro canadiense, Mark Carney —“Canadá nunca estará en venta”— resuenan con fuerza no solo en el ámbito diplomático, sino también en el plano simbólico, político y cultural. En su primer encuentro con el expresidente estadounidense Donald Trump, Carney rechazó de forma categórica la vieja y provocadora idea de que Canadá podría convertirse en el estado 51 de Estados Unidos. Aunque la propuesta no es nueva ni formal, su mención en boca de figuras de alto perfil como Trump revela una peligrosa frivolidad con respecto a los límites nacionales, la soberanía y la identidad de los pueblos.
Las insinuaciones sobre la anexión de Canadá por parte de Estados Unidos han sido, históricamente, más un ejercicio de humor negro geopolítico que una posibilidad real. Sin embargo, cuando estas sugerencias se hacen desde esferas de poder —aunque sean dichas con tono sarcástico—, adquieren una connotación inquietante. Trump, un experto en utilizar la exageración como táctica política, sabe que estas declaraciones no pasan desapercibidas. La reacción de Carney, firme y sin ambigüedades, marca una línea roja y envía un mensaje no solo a Washington, sino también al resto del mundo: Canadá tiene una identidad, una historia y un proyecto nacional propio que no está en discusión.
Vivimos en una era en la que la política se confunde con el entretenimiento, y donde los líderes populistas han hecho del espectáculo su herramienta más eficaz. Las fronteras geopolíticas, que durante siglos fueron terreno sagrado de diplomáticos y constitucionalistas, ahora son mencionadas con ligereza en entrevistas y conferencias de prensa, muchas veces con propósitos mediáticos más que estratégicos. Es en este contexto que la respuesta de Carney adquiere relevancia: no solo defiende la soberanía canadiense, sino que se opone al vaciamiento simbólico del concepto mismo de soberanía.
Para los canadienses, ser confundidos o absorbidos culturalmente por su vecino del sur es una preocupación recurrente. A pesar de compartir una frontera extensa y una historia de cooperación, Canadá ha invertido décadas —sino siglos— en construir una identidad diferenciada, basada en valores como el multiculturalismo, la moderación política, la diplomacia y el respeto por los derechos humanos. Carney, al afirmar con rotundidad que “Canadá no está en venta”, reafirma esa identidad. En una era de globalización y presiones externas, este tipo de afirmaciones son necesarias para preservar el proyecto nacional canadiense.
La idea de una fusión entre Canadá y Estados Unidos tiene raíces antiguas. Desde la Guerra de 1812 hasta los debates sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, los dos países han experimentado momentos de cercanía y distancia. Sin embargo, la posibilidad de una anexión formal ha sido siempre más una ficción que una aspiración. Incluso durante la Guerra Fría o en tiempos de colaboración económica más intensa, la voluntad popular en Canadá ha estado lejos de desear una integración política con su vecino del sur.
Resulta interesante imaginar qué habría pasado si un líder canadiense hubiera sugerido, en tono de broma, que Estados Unidos debería ser absorbido por Canadá. El escándalo mediático habría sido inmediato y furioso. Esta asimetría ilustra no solo la desigualdad de poder entre los dos países, sino también el rol que juega el respeto diplomático en la política internacional. Carney, al rechazar la “broma” de Trump, hace exactamente eso: restablece los términos del respeto mutuo que deben regir las relaciones entre dos naciones soberanas.
En un mundo donde el valor de las cosas tiende a medirse en dólares o en crecimiento económico, defender la soberanía, la identidad nacional o los principios democráticos puede parecer un acto anacrónico. Pero no lo es. Lo intangible —la dignidad, la autodeterminación, el respeto por la historia— es precisamente lo que da sentido a la existencia de un país. Canadá no se define solo por su PIB o por sus recursos naturales, sino por los valores que ha decidido abrazar y por el tipo de sociedad que ha querido construir. Es eso lo que Carney defiende con su frase.
La firmeza de Carney también puede servir como ejemplo para otros líderes democráticos que, ante provocaciones similares, optan por la diplomacia ambigua o el silencio. En tiempos de autoritarismos en ascenso y populismos desbordados, las democracias deben aprender a defenderse no solo con instituciones, sino también con palabras. La retórica importa. Lo que se dice y cómo se dice tiene un impacto profundo en la opinión pública y en la legitimidad del sistema democrático. Por eso, el “Canadá no está en venta” no es solo una respuesta política: es una afirmación de principios.
La frase de Carney puede parecer menor en el torbellino informativo global, pero será recordada como un momento clave en el que un líder democrático trazó un límite claro ante una provocación populista. En un mundo cada vez más tentado por la simplificación y el espectáculo, reafirmar la soberanía, el respeto y la identidad nacional no es un lujo: es una necesidad.
La historia de Canadá es la historia de una nación que ha sabido construir un modelo propio, en equilibrio entre tradición y modernidad, entre apertura e identidad. Defender ese modelo frente a los embates del show político no es solo legítimo: es una obligación moral. En tiempos de incertidumbre, los países que saben quiénes son, de dónde vienen y hacia dónde quieren ir serán los que logren perdurar. Y Canadá, con líderes como Carney, parece tenerlo muy claro.