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Volantín | Militarizar la lucha contra el narcotráfico: el salto más arriesgado de Trump

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En un movimiento que ha causado asombro, alarma y no poca controversia en el ámbito internacional, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha firmado de manera discreta —aunque no por ello menos trascendente— una directiva al Pentágono para iniciar el uso de fuerza militar contra ciertos cárteles de la droga latinoamericanos que su administración ha catalogado como organizaciones terroristas. La determinación, confirmada por fuentes cercanas a la Casa Blanca, marca un cambio de paradigma en la ya de por sí agresiva política antidrogas de la actual administración.

No es un anuncio menor. Hasta ahora, la lucha contra el narcotráfico había sido concebida —con matices y excepciones— como un terreno prioritario de las agencias de seguridad civil: la DEA, el FBI, las policías locales y las autoridades judiciales de cada país afectado. Al transferir la responsabilidad a las Fuerzas Armadas, el gobierno de Trump rompe con décadas de precedentes y abre la puerta a un escenario inédito en el continente: la posible ejecución de operaciones militares extraterritoriales en naciones soberanas del hemisferio.

La narrativa que sustenta la decisión es clara: combatir con todos los recursos a su alcance la llegada de fentanilo y otras drogas sintéticas que, según datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), han cobrado la vida de decenas de miles de estadounidenses en los últimos años. Trump, fiel a su estilo, la plantea como una cuestión de seguridad nacional y, de paso, como un mensaje político a su base electoral, que ve en el endurecimiento de la política antidrogas un símbolo de fortaleza y determinación.

Sin embargo, la estrategia encierra riesgos formidables. En primer lugar, la clasificación de ciertos cárteles como organizaciones terroristas no es un asunto menor en el plano jurídico. En el sistema legal estadounidense, esa etiqueta permite al Ejecutivo desplegar acciones militares sin necesidad de declarar formalmente la guerra, invocando disposiciones similares a las utilizadas para combatir a Al Qaeda o al Estado Islámico. Dicho en otras palabras: equipara a las redes criminales latinoamericanas con enemigos armados de Estados Unidos, lo que habilita ataques preventivos, bombardeos selectivos y despliegues en territorio extranjero.

México, Colombia, y otros países de la región observan con preocupación. La experiencia histórica indica que la intervención militar directa de Estados Unidos en asuntos internos de otras naciones suele generar no sólo tensiones diplomáticas, sino también consecuencias impredecibles en el terreno. La memoria colectiva latinoamericana recuerda episodios como Panamá en 1989, cuando la invasión para capturar a Manuel Noriega dejó un saldo de centenares de muertos civiles, o las operaciones encubiertas en Centroamérica durante los años ochenta, que alimentaron conflictos armados internos.

En este caso, la justificación oficial apunta a la urgencia de frenar la avalancha de fentanilo, metanfetaminas y cocaína que atraviesa las fronteras. Sin embargo, vale preguntarse: ¿es la fuerza militar la herramienta idónea para desmantelar estructuras criminales tan flexibles, interconectadas y adaptables como los cárteles latinoamericanos? La experiencia en Afganistán e Irak demuestra que las intervenciones armadas pueden destruir objetivos tácticos, pero rara vez resuelven de fondo las raíces sociales, económicas y políticas que alimentan a estos grupos.

Hay un factor adicional que no puede pasarse por alto: la soberanía. La doctrina internacional, y en particular la Carta de las Naciones Unidas, establece límites claros a la acción militar unilateral. Para que un país despliegue tropas o realice operaciones armadas en el territorio de otro, se requiere autorización expresa del gobierno receptor o un mandato del Consejo de Seguridad. Saltarse estos cauces implicaría un acto de agresión en términos de derecho internacional, con consecuencias diplomáticas graves.

También preocupa el impacto humanitario. Las zonas de operación de los cárteles no son frentes de batalla convencionales: son ciudades, pueblos, rutas rurales y comunidades donde viven millones de personas. Un bombardeo o una incursión militar mal calculada podría generar víctimas civiles, desplazamientos masivos y daños colaterales difíciles de reparar. Si en los conflictos de Medio Oriente ya era complejo evitar esos efectos, en el entramado urbano y social latinoamericano el riesgo es todavía mayor.

En el plano interno estadounidense, esta decisión también abre debates jurídicos y políticos. Aunque el presidente tiene facultades amplias para actuar en defensa de la nación, la utilización de las Fuerzas Armadas en un escenario que no implica un ataque directo contra territorio estadounidense podría enfrentar cuestionamientos en el Congreso e incluso litigios en tribunales federales. El antecedente de la “Guerra contra el Terror” tras el 11 de septiembre mostró cómo el Poder Ejecutivo puede ampliar su margen de acción invocando amenazas externas, pero también dejó lecciones sobre el costo económico y humano de esas decisiones.

Trump, sin embargo, parece dispuesto a asumir ese riesgo. Desde su primer mandato, ha planteado la lucha contra el narcotráfico como un asunto prioritario, y no ha dudado en emplear un discurso que mezcla seguridad nacional, control fronterizo y nacionalismo económico. Para él, el mensaje es doble: hacia el interior, proyecta la imagen de un comandante en jefe decidido a defender a su pueblo; hacia el exterior, envía una advertencia contundente a los grupos criminales y a los gobiernos que, según su percepción, no hacen lo suficiente para frenarlos.

La pregunta que flota en el aire es si esta estrategia tendrá un efecto real y duradero. La experiencia indica que la militarización suele producir resultados inmediatos en términos de detenciones y destrucción de infraestructura criminal, pero difícilmente logra desarticular las cadenas de producción y distribución de drogas. Mientras persista la demanda en el mercado estadounidense, los incentivos para que existan organizaciones que la abastezcan seguirán intactos.

El dilema es profundo. Combatir al narcotráfico requiere, sin duda, de acciones firmes, pero también de inteligencia, cooperación internacional y políticas de desarrollo que ofrezcan alternativas reales a las comunidades atrapadas en la economía criminal. La tentación de resolver el problema a cañonazos puede ser comprensible en un contexto de crisis, pero rara vez resuelve de manera integral un fenómeno tan complejo.

De materializarse este plan, asistiremos a una etapa sin precedentes en la relación entre Estados Unidos y América Latina. Un escenario en el que la frontera sur de la Unión Americana no sólo se vea como un punto de control migratorio y comercial, sino como un frente militar activo. Las implicaciones geopolíticas, económicas y sociales serían enormes, y el margen de error, mínimo.

Trump ha lanzado la apuesta más arriesgada de su política exterior en el continente. Si la jugada resulta, podría consolidar su imagen de líder implacable y reforzar su narrativa de protector de la nación. Pero si fracasa, el costo político, diplomático y humano podría ser devastador, tanto para Estados Unidos como para sus vecinos del sur.

En este tablero, no hay margen para la improvisación ni para el voluntarismo. La historia juzgará si esta decisión fue un golpe certero contra el crimen organizado o un paso imprudente hacia un conflicto de consecuencias incalculables.

Opinión.salcosga23@gmail.com

@salvadorcosio1

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