Un triduo sacro a la mexicana I

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En el contexto de los intentos de recuperar al “Jesús histórico” —o mejor aún, de darle a la fe una dimensión histórica— frente a la que se consideraba exagerada —y alienante— insistencia en el “Cristo de la fe”, en la década de los años setenta surgieron diversos intentos de historizar y contextualizar al Jesús de los evangelios…

Entre esos intentos en diversos formatos, se puede mencionar —y quiero mencionar en este contexto de la Semana Santa 2023— la novela de Vicente Leñero que lleva por título “El Evangelio de Lucas Gavilán”, cuyo prólogo está fechado en la Pascua de Resurrección de 1979.

Al igual que otras de sus obras que abordan temas de carácter religioso —incluido el libreto de “El crimen del Padre Amaro”— su “Evangelio” proviene de su catolicismo “planteado más como una preocupación que como una respuesta de vida” y siempre “cuestionado a la luz de las ideas que flotan en nuestro ambiente”.

En su “Evangelio” lleva a cabo algo que el filósofo José Luis Martínez ha denominado “reescritura ficcional”, un procedimiento complejo en el que reescribe uno de los evangelio canónicos, de manera ficticio-imaginativa, desde y para el contexto del México de finales de los años setenta.

Sin entrar a mayores detalles, la pretensión de estas “palabras” —las que quedan abiertas a la lectura del Evangelio según san Lucas y del Evangelio de Lucas Gavilán— se limita a citar textos correspondientes al triduo sacro reescrito ficcionalmente por Vicente Leñero.

LA CENA PASCUAL

Los discípulos estaban felices. Juntaron dos largas mesas de las que Catarino Galíndez había comprado para su salón de banquetes y se alistaron para entrarle con fe al pozole y los pambazos. —Hacía mucho que tenía ganas de cenar así con ustedes —dijo Jesucristo Gómez.

La verdad, se veía tristón. Su tono de voz siempre ronco, muy alto, se adelgazaba ahora hasta volverse por momentos inaudible. Los discípulos tenían que callarse entre sí para alcanzar a oír al maestro.

—Con suerte ya nunca volvernos a estar juntos y me gustaría que no olvidaran esta cena. Para mí será la última, a lo mejor.

Felipe Higuera codeó en el brazo a Santiago el de Aguascalientes:

—¿Qué le pasa?

—No entiendo.

—Dejen oír —los calló Simón Vázquez.

Andrés y Juancho Zepeda destaparon las cervezas mientras Jesucristo repartía personalmente los pambazos. Se los fue sirviendo a uno por uno:

—Éste es mi cuerpo —dijo.

—¿Tu qué?

—Cuando cenen entre ustedes, con sus amigos, acuérdense de hoy.

Regresó a su lugar. Levantó su botella.

—Salud —dijo—. Para que Dios me dé fuerzas.

—Salud —dijeron los discípulos, y empezaron a beber sin medida.

—¿Fuerzas para qué, maestro? —preguntó Pedro Simón.

—Van a agarrarme —respondió Jesucristo—. Uno de ustedes me traicionó.

VIACRUCIS Y MUERTE

Lo sacaron de la celda, alguien le robó su chamarra, y a empujones lo metieron en una camioneta panel. Era otra celda más, rodante y sucia. La única luz le llegaba por un par de ventanillas enrejadas, abiertas en la parte superior de las puertas traseras.

Con Jesucristo viajaban dos presos y dos policías uniformados, uno de éstos chimuelo. Los cinco iban sentados sobre el piso trepidante.

La camioneta llevaba como quince minutos detenida a causa de un embotellamiento de tránsito, al parecer. Se oían sonar cláxones y de cuando en cuando los gritos de los automovilistas enfurecidos. Con un arrancón repentino la panel reanudó la marcha, pero el recorrido no duró tres segundos: se frenó de sopetón y el jalonazo derribó a los presos y a los policías.

El del pelo largo ayudó a sentarse de nuevo a Jesucristo. Le dijo, muy quedo:

—Si de pura chingadera sales de ésta y tienes por ahí una palanca, no te olvides de mí.

Jesucristo lo miró:

—Tú te vas a salvar —dijo.

—Dios te oiga y nos salvemos los dos.

—Yo no, ya estoy en las últimas. —Hablaba como si fuera un fuelle, jalando aire.— ¿Y sabes qué me pesa? Que tu amigo tiene razón: fracasé.

—No digas eso, ñero.

—Fracasé —repitió Jesucristo en el momento en que un borbotón de sangre escapó violentamente de su boca. Se enderezó sobre las rodillas desesperado, ahogándose. Con las manos crispadas se sujetó el cuello. Se tensaron sus músculos. Se puso tieso.—¡Dios mío ayúdame! —gritó por última vez Jesucristo, y cayó de canto como un chivo degollado.

Los policías se miraban entre sí desconcertados, no sabían qué hacer. Entonces el cetrino se puso a golpear la lámina que daba hacia la cabina.

—Párense, cabrones, párense.

No por los golpes, sino por un nuevo atorón en el tránsito de la calzada, la camioneta se detuvo. Uno de los policías abrió las puertas traseras, saltó a la calle y corrió hasta la cabina del chofer para avisarle que un preso se le estaba muriendo, se murió ya, quién sabe, no sé.

Fue cuando la calzada comenzó a trepidar. De momento muchos automovilistas no sintieron el temblor, pero cuando vieron a la gente despavorida, cuando los muros de un templo en construcción se vinieron abajo estrepitosamente, el pánico se hizo absoluto.

—¡ Está temblando !

—¡Terremoto!

Gritaba la gente por aquí y por allá. Salía corriendo por las calles. Grandes grietas se abrieron en el pavimento y de un automóvil escaparon los alaridos interminables de una mujer.

Otro muro se derrumbó.

SEPULTURA

Mientras el subprocurador atendía la llamada, don Pepe Artime se paseó nervioso frente al escritorio, tensándose el cabello y sin dejar de morderse los pellejitos de los labios. Esperó a que el funcionario colgara la bocina para preguntar:

—¿Sabe usted qué van a hacer con el cadáver, licenciado?

—¿El de Jesucristo Gómez?

Artime asintió.

—No sé —dijo el subprocurador—. Yo no tengo que ver en el asunto.

—¿Me podría hacer un favor, licenciado? Ya una vez abogué por Jesucristo Gómez y no se pudo; a ver si ahora.

—¿Cuál favor?

—Deje que yo recoja el cadáver.

—No sea loco, don Pepe, ¿para qué lo quiere?

—Hágame ese favor, licenciado. A usted qué le cuesta.

De nada sirvió la tarjeta firmada por el subprocurador. Ya era demasiado tarde: el cadáver de Jesucristo Gómez había sido llevado al Anfiteatro Juárez y depositado luego en una fosa común del Panteón de Dolores.

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