En tres semanas Alejandro ganó en el entonces Distrito Federal lo que en Tepic era su salario anual. Fue invitado por la Secretaría de Gobernación a encargarse de corregir algunos libros próximos a publicarse. No llegaba aún la revolución digital y los maravillosos procesadores de texto con funciones de revisión y corrección, entonces exclusivas de lectores obsesivos y amantes de los diccionarios. Empresas y sector público convocaban a escribir, redactar contenidos y corregir a poetas, personas con una amplia cultura y conocimiento profundo del idioma. No era exigible que fueran sabios (¿existen?), pero tenían que contar con mediana información. Hoy los han excluido jóvenes de ignorancias enciclopédicas que han leído en su vida menos que los penosos textos que divulgan en los muros y páginas de redes sociales propias o de sus clientes.