Por Salvador Cosío Gaona
Como ya se mencionaba en la primera parte de este serial, The Washington Post, ha venido fijando una postura que algunos consideran antiobradorista siendo que continuamente expresan mediante sus editoriales severas críticas a sus formas de gobierno, habiendo causado un gran malestar entre los simpatizantes de AMLO la más reciente publicación a través de la cual solicitan al presidente Joe Biden su intervención para frenar los ataques a la democracia por parte del Ejecutivo mexicano, al grado de compararlo con el ex inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump.
Y comenté también la publicación del pasado 14 de noviembre, de Luis Antonio Espino, quien es consultor en comunicación en México y autor del libro ‘López Obrador: el poder del discurso populista’, quien escribió para TWP una columna o titulada “Los mexicanos cambiamos la política por los gritos. Aún podemos solucionarlo”.
En dicho texto se lee:
“La demagogia, sin embargo, no es monopolio del presidente y sus cercanos. Basta asomarse al Congreso mexicano para darse cuenta de que esta existe en todos los partidos políticos, en medio de una polarización aguda en la que las formas y el fondo dejaron de importar. Ante la negativa de la mayoría oficialista para negociar cambios a sus iniciativas de ley, legisladoras y legisladores de la oposición usan el podio para insultar, descalificar y agredir.
El lenguaje ha dejado de ser un instrumento de deliberación y se ha transformado en arma de confrontación.
Un bando celebra la estridencia opositora por las mismas razones que el otro celebra la estridencia gubernamental: con esa gente no se puede razonar y solo queda escupirles sus verdades a la cara. Del lado oficialista poco importa brindar alguna prueba real de que el gobierno hace bien las cosas. Lo importante es conservar el poder y usarlo para aplastar al opositor, humillarlo y negarle legitimidad política. La calidad de los discursos es lo de menos. El Poder Legislativo ya es un lago sin oxígeno en el que solo crecen algas.
La demagogia, sin embargo, no es un mal que solo generen los políticos. Los ciudadanos la esparcimos cuando usamos la identidad de las personas para descalificar sus opiniones. Y la potenciamos al aplaudir, aprobar y votar a políticos que, aunque sean corruptos, incompetentes o ignorantes, nos parecen “auténticos” porque “dicen verdades” y “ponen en su lugar a los otros”. También alimentamos a la demagogia cuando no escuchamos a liderazgos que tal vez tienen buenas ideas, pero nos parecen “aburridos” por hablar con evidencia y argumentos razonados.
Somos nosotros, los ciudadanos, los que damos un “me gusta” y compartimos en redes discursos llenos de gritos de coraje y vacíos de contenido. Somos nosotros los que pensamos que gobernar es pelear, golpear y aplastar, no conciliar, negociar y construir. Así, le damos permiso a nuestros gobernantes de abandonar la razón y entregarse a las peores emociones: enojo, odio, resentimiento, venganza. Está bien esperar algo de emoción de los discursos políticos, pero está muy mal que nos conformemos solamente con eso.
El acelerado descenso de nuestra democracia hacia la demagogia tiene una consecuencia funesta de la que nos tendremos que hacer cargo: nuestras instituciones son cada día más débiles y disfuncionales, y por eso nuestros problemas están empeorando sin que se les atienda con políticas públicas eficaces o con planes de gobierno sensatos.
La única forma de escoger, diseñar y poner en práctica esas políticas y planes es hablando entre ciudadanos, deliberando, discutiendo, entendiendo y negociando. Es decir, haciendo política. Para eso tenemos partidos, elecciones y representantes. La demagogia, sin embargo, está matando a la política: nos está despolitizando al convertirnos en miembros de tribus vociferantes, no en ciudadanos de una república.
De este modo, los problemas crecerán, alimentando la impaciencia y frustración de votantes que, en vez de demandar dialogo y soluciones, apoyarán a demagogos cada vez más autoritarios que nos defiendan a “nosotros” y limpien al país de “ellos”. Por eso, si no ponemos un alto a la demagogia, si no comenzamos a oxigenar de nuevo el lago que todos compartimos, entonces los peores gobernantes del siglo XXI todavía están por venir”.
Un texto más en donde se menciona sobre el riesgo de que se pierda la democracia en México, es obra de Arturo McFields, quien es periodista y exembajador de Nicaragua ante la OEA.
En su publicación del pasado 22 de noviembre escribe: “México está siguiendo los pasos de Nicaragua”.
El país azteca debería tomar nota de la historia de Nicaragua, y tomarla, de hecho, como una posible moraleja al final del sendero que está caminando en la actualidad. Gracias a las reformas electorales y constitucionales, el dictador Daniel Ortega logró “ganar” más elecciones que ningún otro presidente en la historia reciente de Nicaragua, incluso con un porcentaje menor a 50% de votos.
A inicios de este año, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ferviente admirador de la “democracia” cubana, desnudó sus ambiciones de reformar el Instituto Nacional Electoral (INE), bajo la premisa de crear una institución más eficiente, menos costosa y mucho más ágil dando paso al Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC). Un cambio radical que parece amenazar con destruir el presente e hipotecar el futuro democrático de México.
El INE forma parte de una historia extraordinaria en la que México logró romper con décadas de partido hegemónico, corrupción y opacidad electoral. Durante la reciente marcha en defensa del árbitro electoral, José Woldenberg, uno de los padres fundadores de la institución lo dijo muy claro: “Estamos aquí para defender el sistema electoral que varias generaciones de mexicanos construyeron y ha permitido la convivencia plural y la transmisión pacífica del poder”.
Aunque para los pueblos de las Américas la defensa del INE ha sido vista con gran admiración y respeto, para el presidente López Obrador estas manifestaciones han sido un mero “striptease del conservadurismo” incluso ha insistido al decir: “Necesitamos dejar establecido un órgano electoral que realmente haga valer la democracia en el país, es fundamental”. Al oír hablar al líder de Morena, no dejo de recordar mi país, Nicaragua, donde Daniel Ortega no solo ha reformado el sistema electoral a su gusto y antojo, sino que le ha robado al pueblo su derecho a elegir.
A partir de la década de 1990, tras perder el poder, Ortega ambicionó en tres ocasiones ser presidente de Nicaragua jugando bajo las reglas de la democracia y el arbitraje de un Consejo Supremo Electoral autónomo. Jamás pudo ganar una sola elección. Por el contrario, al verse arrinconado por la voluntad popular, el líder sandinista inició una estrategia de socavamiento de la democracia, un modelo de protesta denominado “Gobernar desde abajo”, que consistió en generar inestabilidad, coordinar asonadas y auspiciar actos violentos para obtener prebendas políticas y un cacho cada vez más grande del pastel electoral.
Por 17 años el Comandante estuvo gobernando desde las sombras, moviendo los hilos del poder, manipulando y extorsionando a gobiernos legítimamente electos. En el año 2006 sus ataques a la democracia le dieron el botín que tanto anhelaba, mediante una serie de pactos y amarres con la oposición, Ortega logra volver al poder, haciendo una reforma electoral a la medida de sus ambiciones más oscuras, tomando control del árbitro de los comicios y estableciendo un mínimo de 35% del voto para ganar la presidencia. Así inició la era del hombre fuerte y la etapa de las instituciones débiles. Así murió la democracia de Nicaragua y nació una nueva dictadura en América Latina.
Por años, Ortega impulsó las reformas electoreras con la excusa de fortalecer la participación popular, dar mayor poder a las mujeres, pueblos indígenas y agro descendientes. Años más tarde, el régimen también eliminó la observación electoral internacional, argumentando que era necesario defender la soberanía y la autodeterminación de los pueblos. El Comandante Ortega jamás nos dijo que buscaba la reelección ad infinitum, que quería nombrar a su esposa vicepresidenta y a sus hijos como asesores, ni mucho menos que anhelaba establecer un sistema de partido único al estilo Corea del Norte. Nunca lo dijo, simplemente lo hizo y cuando quisimos reaccionar fue demasiado tarde.
A esto debemos agregarle que López Obrador es un mal perdedor. La narrative dr fraude electoral ha sido su excusa predilecta para temas internos e internacionales. En años recientes apoyó y promovió candidaturas para la Secretaria General de la OEA, la OPS y el BID. Todas fracasaron. Cuando pierde siempre culpa al neoliberalismo, al capitalismo o los sectores conservadores. Esto, más que un simple berrinche, es un síntoma antidemocrático muy peligroso.
En Nicaragua tenemos un sistema electoral “eficiente”, como en Cuba. En el país centroamericano existe un control total de los comicios y los resultados de las votaciones (no elecciones) son siempre previsibles. Hace tan solo dos semanas tuvimos elecciones municipales en los 153 municipios del país y sorpresa… el partido de Daniel Ortega ganó de forma arrolladora. El Frente Sandinista de Liberación Nacional se auto adjudicó 100% de las municipalidades incluso aquellas donde su partido nunca hizo campaña. Dicho esto, me gustaría resaltar que la defensa de la democracia en México es la defensa de la democracia en América Latina. Garantizar la autonomía del INE no es opcional, es fundamental. Este árbitro electoral es un tesoro nacional, un patrimonio en las Américas, es por eso que hay que cuidarlo y defenderlo. Ahora es cuando”.
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