Por Ernesto Acero C.
El trabajo libera, sostenían los alemanes a la entrada de sus campos de concentración: “Arbeit macht frei”. En efecto, el lema era colocado por los alemanes a la entrada de esos sitios execrables. Eran esas las palabras que adornaban la entrada de campos de exterminio como Auschwitz y Dachau. Desde ahí, al menos, empieza uno a dudar de las bondades del trabajo.
Mi querida Maestra Josefina, nos decía en la primaria Francisco I. Madero, que los avances tecnológicos facilitarían la producción y por tanto el tiempo libre para los trabajadores sería cada vez mayor. Más producción con menos esfuerzo y mayores niveles de bienestar para la población. Más tiempo para realizar actividades personales, esa era la promesa. Hoy, ¿eso es cierto?
En el texto original de la Constitución de 1917 se incorporaron derechos sociales en los artículos 3, 27 y 123. El tercero con el tema de la educación pública gratuita. En el 27, con el derecho agrario que significó reparto agrario. En el 123 se consignaron los derechos de los trabajadores.
Una revolución que inició hace 122 años, remató con una profunda reforma a la Constitución de 1857. El escenario social se significaba por una brutal explotación de los trabajadores, con altísimos niveles de analfabetismo y con la presencia de latifundios.
En materia educativa se transformó radicalmente el plano social tras décadas de esfuerzos sostenidos. Actualmente, de acuerdo con los datos de INEGI para 2020, el analfabetismo se ha reducido al 4.7 por ciento. En el plano agrario, se transitó de los latifundios al minifundio.
En el plano laboral las cosas deben incorporar otras variables. Los niveles de instrucción de la fuerza de trabajo nada tienen que ver con los indicadores de hace más de un siglo. Conforme a los datos por el Banco Mundial citando a la Organización Internacional del Trabajo [base de datos sobre estadísticas de la OIT –ILOSTAT–], el 56 por ciento de la fuerza laboral posee educación básica.
En cuanto a los avances tecnológicos, los datos son absolutamente incomparables. El avance de los medios de producción ahora se relaciona con la robotización, con producción industrial de grandes proporciones, con el transporte de personas y mercancías totalmente transformado. Esos avances tecnológicos han significado elevar los niveles de producción y de productividad.
No obstante, el enorme avance de los avances tecnológicos, la pobreza persiste y la desigualdad parece profundizarse. Es verdad que la población ha crecido de manera descontrolada, aunque, aun así, no deberían prevalecer los niveles de desigualdad que vemos. Parece que a Marx le asistía la razón cuando sostenía que, con los avances en materia de medios de producción, el valor de la producción se reduce en términos relativos, pero aumenta en términos absolutos.
En el caso que nos ocupa, lo que llama la atención es la extensión de la jornada laboral. Hace más de cien años, la Constitución disponía en su artículo 123, que “La duración de la jornada máxima será de ocho horas”. En otra porción, el Pacto Federal ordenaba que “Por cada seis días de trabajo deberá disfrutar el operario de un día de descanso, cuando menos”.
Dicho de otra manera, hace más de cien años, la jornada laboral semanal sería de un máximo de 48 horas. Actualmente, la Ley Fundamental no ha cambiado: “La duración de la jornada máxima será de ocho horas” y, “Por cada seis días de trabajo deberá disfrutar el operario de un día de descanso, cuando menos”. Como hace más de cien años, la jornada laboral sigue siendo de 48 horas a la semana. Un siglo ha transcurrido en la materia, en vano.
Un dato de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), ubica a México como el país con el más alto promedio anual de horas trabajadas (2137). Como se suele decir en tales casos, parece que en México se avanza al modo de los cangrejos (pa’ tras).
¿Dónde han quedado los avances tecnológicos que iban a liberar a las personas de las jornadas laborales de hace cien años? ¿Dónde están las comparaciones con otras naciones?
Según datos de la OCDE, los países donde se trabaja menos horas a la semana son los Países Bajos (29,5 horas), Dinamarca (32,5 horas), Noruega (33,6 horas), Suiza (34,6 horas), Austria (35,5 horas), Bélgica (35,5 horas), Italia (35,5 horas), Irlanda (35,6 horas), Suecia (36 horas) y Finlandia (36,3 horas).
No es broma, pero Paul Lafargue, ya desde 1883 sabe que “… los griegos de la gran época que no tenían más que desprecio por el trabajo: solamente a los esclavos les estaba permitido trabajar; el hombre libre no conocía más que los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia”. Él mismo, citando el evangelio de Mateo, reproducía las contundentes palabras de Jesús: “Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta”. Se trata de una defensa del derecho a la pereza, que en el caso de los seres humanos no implica desactivar la actividad intelectual, sino por el contrario, concentrar la capacidad creativa del hombre.
El derecho a la pereza intelectual es universal. Quienes lo ejercen, son altamente cotizados por quienes sueñan con la lealtad absoluta, esa vocación exclusiva de los imbéciles. Aclaro: el buen Lafargue, cuando alude al derecho a la pereza, no se refiere a la de naturaleza intelectual.
Si partimos del supuesto de que el uso de la tecnología multiplica la capacidad de producción, entonces tendríamos que concluir que el tiempo libre para las personas debería crecer conforme crece la capacidad productiva. No obstante, eso no ocurre así. En repetidas ocasiones, una persona necesita tener más de un empleo para satisfacer sus necesidades multiplicadas por la cultura del consumo. La mujer, el hombre, hasta los hijos deben incorporarse al mercado laboral para satisfacer las necesidades que impone la sociedad moderna.
El suegro de Lafargue, Karl Marx, sostiene que el trabajo femenino e infantil se suma a la fuerza de trabajo masculina gracias a la incorporación de la maquinaria. Al respecto, dice que “este poderoso remplazante de trabajo y de obreros se convirtió sin demora en medio de aumentar el número de los asalariados, sometiendo a todos los integrantes de la familia obrera, sin distinción de sexo ni edades, a la férula del capital”.
Lo anterior, significa que los avances tecnológicos, si bien tienen el poder de liberar a la mujer de la férula de la sociedad patriarcal, se traducen en una nueva forma de dominación: la del capital en su insaciable apetito de ganancia.
Hablamos de tesis formuladas hace más de cien años. Esas tesis supondrían que, a estas alturas, las personas podrían dedicar más tiempo libre para su desarrollo, pero en lugar de eso, las cosas parecen empeorar. En pleno siglo XXI, con el hombre a punto de enviar colonos al planeta Marte, a sabiendas de que su lugar en Laniakea es infinitesimal, sigue con cadena y bola de hierro atadas a los pies del trabajo. En lugar de avance, retroceso o paralización. La pereza de la intrascendente actividad legislativa, en asuntos de trascendencia, es ostensible.
A estas alturas, por lo menos debería empezar a reflexionarse sobre la necesidad de reducir las horas de trabajo. Al fin y al cabo, esa pereza de la que habla Lafargue, no es necesariamente improductiva. Los grandes pensadores no andaban con azadón en mano, ni picando piedra. No todo mundo está obligado a ser un genio, pero tampoco nadie está llamado a ser esclavo de nadie.