Hace apenas tres semanas, Licho, la esposa de mi compañero, amigo y hermano Ignacio Reyes, me envió un mensaje para informarme del grave estado de salud de Javier, su cuñado, sacerdote nacido en esta ciudad de Tepic e incardinado a la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas desde el día de su ordenación presbiteral el domingo 7 de diciembre de 1980, por la imposición de manos de Don Samuel Ruiz, en la que, probablemente, fue su segunda y última visita a la Diócesis de Tepic [la primera había sido casi diez años antes, con ocasión de la ordenación episcopal de Don Adolfo Suárez en la Iglesia Catedral].

De acuerdo con la primera noticia acerca del estado de salud de “El Jefe Reyes” —como se le conocía entre quienes fuimos sus compañeros y amigos— se hablaba de una enfermedad grave, ante la que no se podía hacer sino esperar el desenlace, el cual podría llegar hasta seis meses después…

Sin embargo, no fue así. La madrugada del 24 de enero —a las 2:10, para ser precisos—le llegó la “hora” de su pascua, ni más ni menos que doce años después de la pascua del Jtatic Samuel Ruiz, por lo que se dice vino por él, para llevarle de la mano —cual pedagogo— a disfrutar de ese Reino preparado para “los benditos del Padre”, esos que le han dado de comer a sus pequeños cuando les han visto con hambre; que le han dado de beber cuando les han visto sedientos; que les han dado posada cuando les han visto peregrinando errantes; que les han proporcionado vestido cuando les han visto desnudo; que les han visitado cuando han sabido que estaban enfermos o encarcelados…

Y vaya que Javier —como lo testimonian quienes le han tenido como pastor—, desde su personalidad seria, casi silente, lejana de todo protagonismo, supo entregarse día con día a las comunidades y a las tareas pastorales diocesanas que le fueron encomendadas a la largo de más de cuarenta años de ejercicio ministerial.

Escudriñando los orígenes de su vocación, podemos llegar hasta su tío, el P. Vicente Reyes; al Colegio Patria de “Lolita Ahumada”, semillero de vocaciones sacerdotales y a ese barrio del Centro-centro de Tepic [en los alrededores de la Plaza Principal] de donde salieron también un buen número de vocaciones —exitosas unas, fallidas otras— y, por supuesto, al seno mismo de la familia Reyes-Reyes, una familia capaz de acoger y alimentar “cantidades industriales” de seminaristas los fines de semana, al verles —vernos— hambrientos, sedientos, errantes… necesitados de un hogar de acogida…

Al darme cuenta de la inminencia de la partida de Javier, brotó en mi mente esa cita bíblica con la que he encabezado estas “letras”: “la piedra que desecharon los arquitectos…” y que aparece, originalmente en el Salmo 118, un salmo de acción de gracias al Señor “porque es eterno su amor”, como se lo ha mostrado a esa persona creyente que se sentía cercado y acorralado y que fue auxiliado por el Señor en quien puso su confianza y a quien ahora va a dar gracias, pidiendo que abran las puertas del triunfo: “te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación. La piedra que rechazaron los albañiles es ahora la piedra angular”, esa piedra que se coloca en la cúspide de una cúpula, que la culmina.

En el caso de Javier, esa expresión de la piedra desechada remite a una situación bastante generalizada en un buen número de seminarios en la década de los setenta: la expulsión o la invitación a dejar el seminario, porque, de acuerdo con la opinión de quienes integraban los Equipos Formadores, “fulanito” o “menganito” no tenían vocación al ministerio sacerdotal, en muchos casos, por reales o supuestas limitaciones intelectuales.

En el caso concreto de Javier —como en el de otros compañeros seminaristas— nunca tuve claro el porqué, la razón [o sin razón] de su salida…

Solo sé que concluyó sus estudios de Filosofía en el Seminario sito en la Ex Hacienda El Tecolote [donde ahora se ubican las oficinas diocesanas] en el mes de junio de 1969 y que, en compañía de Agustín Ibarría [ahora párroco de San Pedro Lagunillas] emigró a tierras chiapanecas, a la Parroquia de San Pedro y San Pablo de Chicomuselo, Chiapas, que estaba a cargo del P. Jorge Torres Gasca y que se había convertido en una especie de tierra de misión de la Diócesis de Tepic, en apoyo solidario y fraterno con la diócesis de donde provenía Don Adolfo Suárez.

Y Javier —al igual que todos aquellos a quienes se nos concedió la gracia de colaborar en esa tarea, para nosotros más evangelizante que evangelizadora— experimentó los efectos del espíritu chiapaneco lascasiano de hambre y sed de justicia, que no desaparece jamás, ese espíritu que, cuando fue “desechado por los arquitectos”, le rescató, le ayudó a crecer y madurar, a hacerse pastor para su pueblo creyente, a llegar a ser “piedra angular” de esa porción del pueblo de Dios que peregrina por esas tierras en que pastores de los tamaños de Fray Bartolomé de Las Casas y el Jtatic Samuel Ruiz, entregaron su vida por la causa de ese Reino “de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz”; ese Reino que parece tan lejano, utópico, imposible de alcanzar y que, sin embargo, llegará a nosotros, o nosotros llegaremos a él, como hace unos días lo ha hecho Javier, ese a quien “su pueblo” llamó —con todo el cariño que expresan los diminutivos en boca de los pobres—, “Padre Javiercito”, “hermano Javiercito” hasta el momento mismo de su sepultura en el templo de San Agustín, de la parroquia de Teopisca, o, como el mismísimo Padre le habrá dicho: “Hijo, Javiercito… ¡Gracias por el servicio prestado a los más pequeños!, ¡Pasa!”

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