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jueves, febrero 6, 2025
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Unas “Bodas de Oro” que no fueron

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En ese ámbito de “lo que pudo haber sido y no fue”, al que en la “filosofía perenne” del siglo pasado se les denominaba “los futuribles”, el pasado sábado 4 de febrero, pudo haber tenido lugar la celebración de las Bodas de Oro sacerdotales de mi hermano Manuel…

Pero, obviamente, no hubo tal celebración; es más, muy probablemente, han sido muy pocas personas las que habrán recordado aquel martes 4 de febrero en el que, por la imposición de manos de Don Adolfo Suárez, Manuel ingresó al Orden de los Presbíteros y aquel miércoles 5 de febrero en que, por primera vez, presidió una celebración eucarística en la Santa Iglesia Catedral de Tepic…

Esas fechas, a su vez, nos permiten vislumbrar el carácter mexicanísimo que quiso imprimir a su ministerio —no obstante esa visión global que mostró desde su niñez y que se mostró en su afición temprana por la filatelia y los intercambios epistolares con personas de otros continentes—. Ordenado la víspera de una doble conmemoración: una civil, [la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1917] y otra religiosa [la fiesta de San Felipe de Jesús, el protomártir mexicano y, hasta entonces, el único santo mexicano canonizado].

En ese carácter dual civil-religioso, se cimentaría el “rostro” que paso a paso, año tras año, fue adquiriendo su dualidad existencial sacerdote-historiador, historiador-sacerdote, dos dimensiones inseparables de su ser y de su quehacer que, quizás, se podría rastrear, en los años en que estudió la preparatoria en el Instituto de Ciencias y Letras de Nayarit, en la Casa Fenelón y en su paso fugaz por la Escuela de Leyes, sita en aquel entonces en el edificio del Museo Regional de Nayarit, actividad que combinó con una asistencia diaria matutina a “Misa” en la Catedral…

Confieso que, para mí, sigue siendo un misterio el surgimiento de su vocación al sacerdocio —esa que, un buen día, comunicó en una comida familiar a mi papá como decisión de entrar al Seminario, después de haberla compartido, seguramente, con mi mamá, la forjadora de nuestra fe sin duda alguna—. Solo sé que, de manera externamente súbita, pero con una preparación interior más o menos prolongada, dejó de ir a clases a la Escuela de Leyes y a Misa a Catedral e ingresó al Seminario Diocesano de Tepic, en la Ex Hacienda El Tecolote, donde permanecería dos años, antes de partir al Seminario de Montezuma en el que cursaría la etapa de Filosofía y los tres primeros años de la etapa de Teología…

Esa estrecha relación entre su ser sacerdotal y su ser historiador, se fortaleció cuando, apenas un año después de su ordenación y de ejercer su primer año de ministerio como vicario en la Parroquia de Fátima de la ciudad de Tepic y de dar clases de Historia de Nayarit en el Seminario, se fue a Roma, a la Pontificia Universidad Gregoriana a estudiar la Licenciatura en Historia Eclesiástica.

Cosa curiosa, de su vocación por la historia sí habló en varias ocasiones —entre ellas las primeras palabras del prólogo a su Historia de la Iglesia en México—, remitiéndose a las clases de la “Seño Tana” en la Escuela Primaria Fernando Montaño…

Y fue, precisamente, esa formación específica como historiador, la que unos años después —tras su ejercicio como Vicario Episcopal de Religiosas— le llevó a ser parte del profesorado refundador de la Universidad Pontificia de México que, después de más de un siglo después de haber sido desaparecida por el gobierno de Benito Juárez, reinició actividades en 1982.

Desde esa trinchera llevaría a cabo el ejercicio “sui generis” de su ministerio, como profesor e investigador, como colaborador habitual en periódicos de circulación nacional, como invitado en diversos medios de comunicación, como sacerdote de las familias Olimón y Nolasco y de sus amplias y variadas amistades y, de manera muy especial, como delegado del Episcopado Mexicano en las actividades que desembocarían en la Reforma Constitucional en “materia religiosa” de 1992, una actividad en la que yo solía decirle que se “había salido con la suya”, ya que su proyecto de vida “original” era el de irse a la UNAM a la Facultad de Filosofía y Letras y orientarse a la vida diplomática…

De nuevo, ahí, esa dualidad sacerdote-historiador, religioso-civil, esta vez expresado en algo que sería el eje de su concepción de la historia del México de después de la independencia: las relaciones Iglesia-Estado y que, en el plano académico, le llevarían a la elaboración de su tesis doctoral: “Clemente de Jesús Munguía y el incipiente Liberalismo de Estado en México”, publicada por Editorial Porrúa y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en 2009, así como a su “Opus Magnum et Postumum” “Historia de la Iglesia en México, desde la primera evangelización hasta nuestros días”, publicado por Editorial San Pablo un año después de su muerte y ahora, al parecer, en proceso de una segunda reimpresión o edición.

A nivel de celebración y de recuerdos, destacaría la celebración de sus “Bodas de Plata Sacerdotales” en la Basílica de Guadalupe —ese sitio que sería testigo de tres momentos claves en su vida cristiana: su bautizo, sus bodas de plata y su primera misa exequial, aquel 12 de agosto de 2018—…

Y no solo eso, esa figura de Nuestra Señora de Guadalupe —la primera constituyente de la mexicanidad— en torno a la cual, de nuevo, se mostraría la dualidad entre su ser sacerdotal y su ser historiador, esta vez, de manera externa y extremadamente conflictiva en la coyuntura de la canonización del vidente Juan Diego.

A lo largo de la coyuntura previa a la canonización, después de la canonización, hasta su muerte y, creo que aún después de su muerte, sostuvo —contra viento y marea y no sin topar cual Quijote con un sector poderosísimo de la Iglesia que no se detendría ante nada, ni ante nadie— que no había sustento histórico verificable de la existencia de ese ser humano individual que se pretendía canonizar…

Entre otras cosas, esa situación desembocaría en su salida de la Universidad Pontificia de México, el rescate de que fue objeto por parte de la Universidad Iberoamericana [por el P. Enrique González Torres s.j. más específicamente] y su posterior regreso a su Diócesis de Tepic, está vez sí, como “pastor de almas”: como Párroco de Jala y como Rector del Templo de los Sagrados Corazones de Tepic.

Para concluir, las palabras conclusivas de su “Historia”: “Levanto el corazón y la vista; me encuentro con “esos tus ojos misericordiosos” [‘illos tuos misericordes oculos’]: ‘alguien me deletrea’”…

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