Amaba tanto la poesía como la publicidad, que para él eran la misma cosa. Lo encuentro ahora como próspero agente inmobiliario. Me explica que dejó para siempre la publicidad cansado de sus clientes, sobre todo los políticos. Cambiaban sus palabras, sus imágenes. Campañas extraordinarias terminaban en la basura, estériles, porque ellos decidían textos y narrativas visuales. Tarde se dio cuenta del enorme error de aceptar la primera vez, y luego todas las demás. Entendió que si el destino de la publicidad con su firma era el de los territorios gobernados por sus clientes, pronto caería en un descrédito irremediable. Ahora, entre las pausas de sus contratos de compra-venta escribe algunos poemas y los traza campañas publicitarias en garabatos de servilleta. Luego se aterra imaginando la voz del encumbrado diciendo “cámbiale aquí, auméntale allá”.