Éramos apenas unos niños. El rector del seminario nos leyó la cartilla: nuestra correspondencia privada podía ser leída. Yo no pude entender entonces, ni ahora, el derecho que alguien puede tener sobre la privacidad de otra persona. En realidad, aquel hombre tenía que hacernos la advertencia por razones de reglamento, pero tolerante, moderado, respetuoso, siempre entregó las cartas cerradas, sin rastro del menor intento de entrometerse en lo que no le importaba. En el pasado, la intervención de conversaciones telefónicas e intercepción de correspondencia nos eran tan ajenas que sólo las veíamos en películas de detectives. Por eso me cuesta entender a mis amigos que viven tocados por la paranoia, pues nada dicen por teléfono, nada escriben por correo electrónico, pues están seguros de ser espiados. ¿A alguien le importará nuestra vida privada?