“Me faltó edad en la Presidencia”, dijo James Carter al recibir el Nobel de la Paz a los 78 años. Fue presidente de Estados Unidos a sus 52; con mayores aciertos que estragos, más edad le habría convenido a su país. Dedicado a actividades humanitarias, quería ser más joven, ya entrado en su novena década. Deseaba que la vida le alcanzara para erradicar en el mundo una enfermedad parasitaria: la del gusano de Guinea, una especie de larva migratoria de un metro que se apodera de los cuerpos de los pobres de África incapacitándolos por meses. La lucha final, estimaba, llevaría de cuatro a siete años. Carter experimentaba las paradojas de la vida: los momentos estelares se presentan en la juventud, ausente la sabiduría, y en la vejez, con las fuerzas en retirada.