En la colaboración anterior, intenté introducir al contenido del libro “El dolor de Acteal: Una revisión histórica 1997-2014” de la Doctora Mónica Uribe.
En ella, me limité a ubicar ese acontecimiento —tal como lo hace nuestra autora— en el contexto mundial de ese cambio de paradigma comúnmente denominado “neoliberal” que, en nuestro país, habría sido introducido de forma más cercana a su ideal en el sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León y, más localmente, en el contexto de la Campaña Chiapas 94 cuyo objetivo consistía en reforzar la acción militar para contener definitivamente la insurrección, lo que incluía la represión selectiva de indígenas y toda aquella persona que tuviese relación con la insurgencia zapatista, para lo cual, entre otros medios, se contaría con grupos paramilitares como el que, finalmente y con la venia —al menos pasiva— de militares y cuerpos de seguridad pública— perpetrarían la masacre.
Hacia el final de dicha colaboración hacía mención de las tres hipótesis propuestas para dar razón de esos hechos sin razón.
Obviamente, la hipótesis dominante ha sido aquella que interpreta la matanza de Acteal como un conflicto interétnico, con base en la cual, se fueron dando la mayor parte de los hechos posteriores a la masacre.
Sin embargo, en el libro que nos ocupa, se pueden encontrar datos que sustentan no solo la atribución a un grupo paramilitar la masacre, sino el conocimiento previo de lo que estaba por venir.
En ese orden de cosas, hay una larga cita de la entrevista al en ese entonces sargento segundo Alejandra Vázquez, en la que, entre otras cosas, señala: “empezaron a llegar los radiogramas de Chiapas a las 9 de la mañana del 22 de diciembre, hora de la Ciudad de México, dando parte, en clave, que el personal ya estaba designado y estaba listo”. Y, más adelante: “entre las efectivos que estuvieron en Acteal había personal de la Brigada de Policía Militar y personal de servicios logísticos (oficiales de sanidad, de transmisiones, oficinistas y conductores, e incluso tropa de planteles militares) procedentes de diversas zonas militares no de Chiapas, vestidos de civil y cuyos antecedentes dentro del Ejército eran negativos”.
Al día siguiente, el presidente Zedillo “hizo un pronunciamiento en el que condenaba los hechos, por ser un acto criminal, comprometiéndose a la aplicación de la justicia”; el Secretario de Gobernación [Emilio Chuayffet] “dijo que el Gobierno Federal no tenía ninguna culpabilidad en los hechos de Acteal” y la Procuraduría General de la República, a través del Subprocurador de Averiguaciones Previas informó, entre otras cosas, que se había realizado la necropsia a 45 indígenas asesinados por la espalda y sin haberse defendido con armas. Negando, eso sí, que a cuatro mujeres que estaba embarazadas les había abierto el vientre y extraído los fetos.
Por otro lado, se tiene constancia de que el gobierno estatal hizo un operativo para desaparecer los cadáveres antes de que amaneciera el martes 23 de diciembre, e impedir que el hecho trascendiera a los medios de comunicación. A este respecto, Antonio del Carmen López Nuricumbo, comandante de Seguridad Pública de la zona Chenalhó, dijo haber recibido la orden de diversas autoridades estatales de “levantar los cadáveres y hacer pasar la escena del crimen como la de un pleito intercomunitario”.
“El 25 de diciembre se llevó a cabo el sepelio de las víctimas de Acteal, muy cerca del lugar de la ejecución. Mientras los deudos caminaban hacia el lugar de enterramiento, pasó por la carretera un camión que llevaba a algunos de los paramilitares que participaron en la matanza, los cuales que fueron reconocidos por familiares de las víctimas.”
“El 26 de diciembre, más de 3 mil 500 desplazados buscaron amparo en Polhó. Ese mismo día fueron arrestados veintiséis indígenas de Chenalhó, a quienes se responsabilizó de los hechos, culpándolos de homicidio y asociación delictuosa”.
Difícil, pues, si no es que imposible, sostener la hipótesis de que el acontecimiento de Acteal se debió a un conflicto intercomunitario relacionado con la tenencia de la tierra y diferencias de carácter religioso.
La labor de la Fiscalía Especial para la atención de los Delitos cometidos en el Municipio de Chenalhó, creada en abril de 1998 hasta su desaparición en el año 2000, la resume nuestra autora con estas palabras: “la fiscalía se concretó a consignar a 86 personas a los juzgados federales, y a obtener 17 sentencias condenatorias, pero no esclareció las muertes de los 45 indígenas tzotziles y cuatro no nacidos en Acteal, ni encontró los móviles de la masacre, tampoco dio con los verdaderos autores intelectuales”.
Asimismo, hace referencia al Libro Blanco sobre Acteal, presentado por la PGR en noviembre de 1998, a un año de la masacre, en cuyas 27 páginas, “lo único que se dice es que se trató de una venganza intracomunitaria, veteada de conflicto religioso, a lo que se añadió la disputa por un banco de arena”.
Ocho años después, es decir, para 2006, escribe Mónica “el caso Acteal era una colección de violaciones al debido proceso, susceptible de una revisión profunda, tanto desde el espacio estatal como del federal, lo cual podría beneficiar tanto al nuevo gobernador, Juan Sabines Guerrero, como a Felipe Calderón y ambos tenían el tema en sus respectivas agendas”.
Ese año, Hugo Eric Flores Cervantes, pastor evangélico, fundador del Partido Encuentro Social, profesor del Centro de Investigación y Docencia Económica [CIDE] y Diputado Federal, entre otras cosas, publicó su libro “Acteal: la otra injusticia, Análisis crítico del caso y del debido proceso en la justicia en México”, en el que rehabilita la hipótesis de que Acteal había sido una masacre de índole interreligiosa e interétnica y cuyo objetivo consistía en “establecer la inocencia de algunos presos (evangélicos) que habían sido señalados como autores materiales de la matanza y hacer resurgir la tesis del enfrentamiento entre zapatistas y grupos armados de resistencia, poniendo en tela de juicio la presencia de paramilitares”, algo muy conveniente para eximir de responsabilidad a la administración zedillista.
En ese contexto, académicos del CIDE se hicieron cargo de la defensa de los indígenas detenidos y obtuvieron de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación amparos para 26 indígenas sentenciados por violaciones al debido proceso, dejando abierta la posibilidad de amparar a otros 31.
Tres años después, el 15 de agosto de ese mismo año, la Suprema Corte de Justicia declaró oficialmente cerrado el caso Acteal. El gobierno chiapaneco buscó por todos los medios impedir el retorno de los excarcelados a Chenalhó, pero la liberación de perpetradores de la masacre provocó una enorme preocupación…