Peloteo | Tierra de toros

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Entre la “mesereada”, la conversación, los ágapes, la bohemia, las peripecias, la afición a los toros y el clavado de tacones, la vida de Lázaro Rosas ha transcurrido con perceptible intensidad. No todo ha sido del color de su apellido pero ha tenido la sabiduría y la inteligencia para asimilar y aprender de sus múltiples vivencias.

Hombre de buenos sentimientos y sentidos despiertos, es padre de mi estimado amigo Ismael, May para la familia y los cuates, subalterno brillante con el capote y los palos. Lázaro se sumerge en la poza de los recuerdos y los relata con la cantidad justa de detalles en una pieza literaria de subida valía, que pronto será publicada.

Roza Rosas un alto nivel gramatical, que es continuación de su manera de platicar. Una pierna enferma no ha sido impedimento para vivir a tope y desarrollar la perspicacia y otras habilidades. Resulta muy interesante conocer sus historias. Me atraparon.

A través de sus líneas, enriquece la leyenda de ese personaje novelesco y poliédrico que fue Rodolfo Rodríguez “El Pana” con multitud de anécdotas que yo desconocía, como aquella donde ambos terminan en la cárcel por un incidente menor, agrandado por la prepotencia de policías malhoras. Tras las rejas, el torero no se arruga y les dice sus verdades a los patrulleros, a pesar de la altisonancia, las amenazas y hasta un sangrante cachazo.

Y también pone de relieve la generosidad de Rodolfo con los necesitados. Lo mismo que a Lázaro, me impresionaron la planta y la pinta del antiguo tahonero cuando me acerqué por primera vez a pedirle su autógrafo en uno de los pasillos superiores de la Plaza México allá por 1978, el año de la sensacional irrupción del iconoclasta que daría mucho de qué hablar en los corrillos del toro.

Llevaba el diestro boina y paliacate al cuello. Su trato cálido ganó mi corazón de niño como conquistó el del autor, que sigue soñando con el romántico del puro, fallecido en 2016, cuando un torillo de Guanamé lo trincó en la plaza norteña de Lerdo. Concluía así la genial andadura de este hechicero indígena que parecía al fin haber superado las infames adicciones que tanto daño le causaron.

Qué bueno que el memorioso apizaquense al fin se decidió a narrar. Su redacción fluida describe sabrosamente los rasgos más representativos de su existencia y retrata con nitidez el ambiente de la Tlaxcala taurina.

Gracias Lázaro por escribir, por mencionarme y por hacer esta aportación extraordinaria a la tauromaquia mexicana en tiempos donde la Fiesta es cuestionada desde la desinformación y la sensiblería.

Hablando de Tlaxcala, el viernes pasado presenté mis más recientes libros taurinos en la capital del pequeño estado y hablé sobre la brillante trayectoria del recientemente fallecido Rafael Ortega Blancas, quien nació en la cercana población de Apizaco y murió a principios de mayo en Utah, Estados Unidos.

Conté que en uno de los tres vetos que he recibido a lo largo de mi carrera como cronista taurino, acaso el más prolongado, el único torero que me llamó por teléfono para solidarizarse conmigo fue justamente Rafael. Y ese es un gesto que siempre recordaré.

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