Por Alma Rocío Jiménez*
Vivía yo en Tuxpan, Nayarit, México. Un poblado semicostero, con calles de tierra, días largos de intenso calor, un poblado sin semáforos, y el río San Pedro pasando a dos cuadras de nuestra casa.. Y sí, hasta ese lugar olvidado, el niño Dios y Santa Claus (Sancho Clos) fueron a dejarme mi primera Barbie. Como mis padres no podían pagarme los vestuarios, los zapatos y accesorios de Barbie, pues entonces aprendí a manufacturarle ropa con calcetines viejos, retazos de tela que mi tía Yolanda, quien era costurera y desechaba hilo y aguja.
La hice nadar en la pila de cemento a un lado del fregadero donde también lavamos los trastes, la ropa, o mi abuela me bañó alguna vez. Hice historias e hice diálogos, la hice besar a G I Joe, a He-man y a un Ken.
Con los “claveles” que me quedaba por ser la niña mandadera quien tenía que ir todos los días por los refrescos, las tortillas y dos litros de leche bronca, ahorré lo suficiente para comprar el carro de Barbie. Tenía grandes planes de adquisiciones para Barbie, la casa, la cocina de Barbie, los vestuarios originales, y además la doctora. Debió ser el año 1982, cuando la crisis económica estrechó la economía por lo que mi madre, para mi sorpresa, empezó a reclamarme “el vuelto”. Así que nunca pude hacerme de todo eso.
Un día escuché a mi padre decirle a un compañero que las mujeres más hermosas eran las rubias. Que él hubiera querido casarse con una mujer rubia de ojos verdes. Miré la tez canela de mi madre y la mía, y la acaricié. Mire sus ojos negros y mire los mios en el espejo.
Seguí haciendo nadar a mi Barbie en la pileta, y segui cosiéndole nueva ropa. A los 14 años fui a estudiar a la Universidad de Guadalajara, estudié sobre la teoria feminista. Trabajé muchos años para amar de verdad mi hermosa y dulce piel morena. Lo logré.
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Cantante de ópera y compositora