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Votar o no votar, he ahí la cuestión

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Por Ernesto Acero C.

El sufragio es el rey de la democracia electoral. No obstante, la vida democrática va más allá del simple acto de emitir un voto por persona. El involucramiento de los ciudadanos en la vida pública es eje de la vida social, de la vida política, de la vida cotidiana.

El ideal democrático es el ciudadano con información y formación democrática enciclopédica. Esa es utopía: en realidad estamos más cerca del “homerus politicus” que del “zoon politikón”. Lo visceral vence a lo racional en un entorno en el que el odio es el motor de una campaña. Eso no es óbice para que se llame a votar por siglas o personas para ocupar cargos de representación popular.

Específicamente, la participación ciudadana en los procesos electorales es el elemento central para la democracia. La participación de las personas hace posible la observación electoral, así como las campañas de siglas o de candidatos. La participación de ciudadanos es lo que hace posible la instalación de miles y miles de casillas electorales, a las que asisten millones de personas a emitir su voto.

A los procesos electorales se les suele calificar como “fiesta cívica”. A esa fiesta cívica no suelen asistir todos los invitados. ¿Quiénes son esos invitados? Son invitadas todas aquellas personas que poseen credencial de elector y gozan de sus derechos políticos en pleno. Estas personas se encuentran integrados a un documento que se denomina Lista Nominal de Electores y le corresponde al INE su elaboración.

El listado nominal de electores estaba integrado en el país al corte del 11 de enero, con 97 millones 642 mil 599 individuos. En el estado, con misma fecha de corte, el listado nominal estaba integrado con 947 mil 562 personas. Esas son las personas que tienen el derecho de ejercer su derecho al voto.

El derecho al voto también es una obligación ciudadana. El artículo 36 (fracción III) del Pacto Federal, enuncia con claridad esa obligación: “Votar en las elecciones, las consultas populares y los procesos de revocación de mandato, en los términos que señale la ley”. A pesar de tan previsión, un enorme número de ciudadanos no concurren a las casillas electorales a emitir su voto por diferentes razones.

Para ilustrar tal enunciado basta con revisar las cifras de participación ciudadana en las elecciones federales a partir del año 2000. Ese año de elecciones presidenciales fue a votar el 64 por ciento de las personas inscritas en la lista nominal de electores (LN). En la elección presidencial de 2006 sufragó el 59 por ciento de la LN. Para las elecciones presidenciales de 2012 y 2018 el indicador se colocó en el 63 por ciento.

En las elecciones intermedias de 2003, 2009, 2025 y 2021, asistió a las urnas el 41, 45, 48 y 53 por ciento de las personas inscritas en la LN. Para fines analíticos las cifras no consideran decimales y han sido sujetas a las reglas más comunes del redondeo.

Como podemos observar, los niveles de participación más altos han sido los de las elecciones presidenciales, por encima del 60 por ciento (excepto la elección de 2006). Las elecciones intermedias en general han visto niveles de participación hasta 20 puntos debajo de las presidenciales, con un rango que va del 40 al 50 por ciento. Valen los indicadores para lo que va del siglo XXI y valen para los que creen en esos datos y no para aquellos que hacen actos de fe.

¿Es importante que la gente vote? La respuesta es multidimensional, como lo es la naturaleza misma del significado subyacente de la pregunta.

Hasta hace unos pocos años, el abstencionismo significaba dejar el poder en manos de las siglas con el mayor voto duro. El “voto duro” es el número de votos que se dirigen en favor de las siglas que contienden en una elección, al margen de la calidad de su campaña, de sus propuestas y hasta de sus candidatos. El PAN tiene voto duro. El PRI, lo mismo. Igual ocurre con el PT, con el Verde y con MORENA, ahora. Ese voto duro se ha erosionado y se ha hecho cada vez más y más volátil. El concepto pudo contener visos de exactitud hace décadas, pero eso se acabó. El PRI perdió su voto duro en 2000, el PAN lo perdió en 2012 y ambos lo perdieron en 2018.

El “voto de castigo” es otro concepto caduco. El concepto entró en etapa de caducidad dado que los electores solamente podían castigar al PAN votando por el PRI, o castigar al PRI votando por el PAN. En ocasiones, la gente podía castigar al PRI y al PAN, votando por el PRD. De pronto, el electorado se percató de que votar por cualquiera de ellos era lo mismo. Hoy, con la alianza PAN-PRI-prd, la sospecha ciudadana se confirma: los tres son lo mismo, con matices, pero lo mismo.

No dudaría mucho si se asegura que ahora el mayor voto duro es el de MORENA. Puede ser verdadera tal afirmación si tenemos en cuenta que el PAN y el PRI se han desgastado de manera desproporcionada en el ejercicio de poder. El análisis de esto amerita otro tiempo y otro espacio. Por ahora, lo que importa es avanzar en el terreno de las explicaciones del abstencionismo, que es la negación de la participación ciudadana.

Un porcentaje superior al 30 por ciento se abstiene de ir a votar el día de la jornada electoral. Las razones de esa abstención son innumerables. Puede ser que el marido no haya permitido a su esposa ir a votar. Puede ser que el elector se haya enfermado ese día, puede ser que haya tenido que atender otros asuntos de mayor importancia para él. Podría ser que el elector trabaje el día de las elecciones y que su patrón no le permita salir del centro de trabajo.

Generalmente se especula sobre la mayor razón que influye en las personas para no ir a votar. Se suele pensar que el abstencionismo se explica primordialmente por el perfil de los candidatos que no convence a millones de ir a votar. También se atribuye a la falta de propuestas o a la desilusión electoral, que se expresa como consecuencia de que votar por uno signifique lo mismo que votar por otro.

Es probable que la gente esté harta de ir a votar para obtener el mismo resultado nulo, hasta nefasto. No obstante, eso que la Ley de Leyes define como obligación, es un derecho que conviene ejercer de cualquier forma. Además, debe entenderse que la democracia no inicia ni termina el día de la elección. La democracia es más que una simplona elección.

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