Sólo quien ha presenciado el sacrificio de un animal en el altar de la cadena alimentaria se estremece ante el dicho “A chillidos de marrano, oídos de carnicero”. Nadie, salvo el carnicero, puede ignorar el desgarrador lamento en el instante de la muerte. La profesión, por sobrevivencia y protección, lo hace inmune al sufrimiento del otro. Lo lamentable es la sordera ante el llanto de los enfermos, presos, perseguidos, víctimas de la violencia y familiares de desaparecidos, cuya vida es dolor puro, grito y llanto contenidos. Médicos, servidores públicos, procuradores, impartidores de justicia y garantes de derechos humanos han optado dentro de la sordera selectiva por la mecánica indiferencia del carnicero. Escuchar y empatizar deberían ser su vocación, pero otras ambiciones los hicieron perder la brújula. A muchos. No a todos, por fortuna.