El mundo sería otro si hubiera obispas en todos los credos, como la de Washington, que habló así al nuevo presidente estadounidense: “En nombre de nuestro Dios, le pido que se apiade de las personas de nuestro país que ahora tienen miedo […], las personas que recogen nuestras cosechas, lavan los platos después de comer en los restaurantes y trabajan en los turnos de noche en los hospitales: puede que no sean ciudadanos o no tengan la documentación adecuada, pero la gran mayoría de los inmigrantes no son delincuentes. Nuestro Dios nos enseña que debemos ser misericordiosos con el extranjero, porque todos fuimos extranjeros en esta tierra.” Es improbable que el mandatario sea sensible a sus palabras, pero llena de esperanza que haya una obispa con más valentía que medio planeta. Gracias, obispa.