“El Boom es un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje”, dijo alguna vez Carlos Fuentes. No pudo haberlo descrito mejor. En esa frase se condensan la esencia, el contexto y el impacto de un fenómeno que no solo revolucionó la literatura, sino que colocó a América Latina en el mapa literario global.
Hoy, con la muerte de Mario Vargas Llosa este 14 de abril, se apaga la última voz viva de aquella generación que nos hizo creer —y con razón— que la literatura latinoamericana era la mejor del mundo. Vargas Llosa fue, además, el más joven del grupo. El último en llegar y el último en irse. Y con su partida, el Boom ya no es presente vivo, sino memoria.
El Boom no fue solo una generación de escritores brillantes —Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa— sino una verdadera sacudida cultural. Fue vanguardia estética, fue ambición narrativa, fue ruptura con lo establecido. Y fue, también, una poderosa respuesta a los tiempos convulsos que se vivían en la región. Guerrillas, dictaduras, revoluciones. La historia bullía, y ellos lo contaron como nadie. Y lo contaron de una forma que nadie había contado antes.
Con un lenguaje nuevo, con estructuras narrativas que desafiaban las convenciones, con una mirada tan crítica como poética, transformaron la novela en una herramienta para entender —y también para imaginar— América Latina. Obras como Rayuela, Cien años de soledad, La muerte de Artemio Cruz, La ciudad y los perros no solo marcaron una época: la fundaron.
Pero nada de eso habría sido posible sin el contexto histórico y político que ardía bajo sus palabras. Tras la Revolución Cubana, América Latina se convirtió en un tablero de ajedrez de la Guerra Fría, con movimientos de liberación, dictaduras militares y profundas transformaciones sociales. La literatura fue tanto una forma de resistencia como una vía de reflexión.
También hubo una revolución editorial. Barcelona se convirtió en una capital literaria y, con ella, Seix Barral y Carlos Barral en cómplices fundamentales. Fue él quien descubrió La ciudad y los perros entre los manuscritos rechazados y decidió apostarlo todo por ese joven peruano que escribía con una furia lúcida. Fue ese mismo impulso el que los llevó a tender puentes entre París, Barcelona y América Latina. Y en ese mapa cultural y afectivo, se encontraron los autores del Boom. Se leyeron, se influyeron, se admiraron.
“Yo sé que cada uno de nosotros es muy consciente de lo que están haciendo los demás”, decía Fuentes. Había entre ellos una complicidad creativa que trascendía las diferencias ideológicas que más tarde los separaron. Por un tiempo, fueron una fraternidad literaria convencida de estar escribiendo el porvenir.
Sin embargo, no todo fue celebración. Con el tiempo, empezaron a hacerse evidentes los silencios del Boom. Las ausencias. Las voces que no fueron invitadas a la fiesta. Porque mientras se elevaba a estos autores como los grandes narradores del continente, había también mujeres escribiendo con igual fuerza, con igual novedad, con igual ambición estética. Pero no formaron parte del canon.
Rosario Castellanos, Elena Garro, Clarice Lispector, Cristina Peri Rossi, Luisa Valenzuela, Albalucía Ángel. Todas escribieron en los mismos años. Algunas publicaron incluso en 1963, el año dorado del Boom. Pero ninguna fue reconocida como parte del fenómeno. ¿Por qué? La respuesta es incómoda, pero necesaria: el Boom también fue un club de varones.
Lo decía con claridad Carmen Boullosa al recordar su juventud: su librero estaba lleno de autores varones latinoamericanos, pero las mujeres que leía eran extranjeras: Virginia Woolf, Emily Brontë, Anaïs Nin. ¿Dónde estaban las escritoras latinoamericanas? Ni siquiera las más talentosas de su tiempo lograron entrar en el radar internacional. Y no porque no lo merecieran.
Hay otro nombre femenino que, sin embargo, es imposible omitir. Carmen Balcells, la “Mama Grande” de la literatura latinoamericana —como la llamó Vargas Llosa— fue quizá la figura más decisiva detrás del Boom. Sin ella, es probable que García Márquez no hubiera tenido editor, ni Vargas Llosa, ni tantos otros. Balcells profesionalizó la relación entre autores y editoriales, impulsó carreras, negoció derechos con una audacia inédita. Fue ella quien hizo del Boom no solo un fenómeno literario, sino un fenómeno editorial. Y también ella, en su manera discreta pero firme, contribuyó a que la literatura latinoamericana dejara de ser periférica y se convirtiera en universal.
Hoy, al despedir a Vargas Llosa, no solo decimos adiós a un autor monumental, sino al último testigo de una época en que escribir era también una forma de revolucionar. Pero el Boom no muere con él. Su legado sigue vivo en cada lector que se atreve a abrir Cien años de soledad o a saltar entre los capítulos de Rayuela. Sigue latiendo en cada autor y autora que, desde cualquier rincón de América Latina, busca su propia voz sabiendo que ese camino fue abierto a machetazos por otros antes.
Eso sí, el momento actual exige que escuchemos también a quienes quedaron fuera del relato oficial. Que ampliemos el canon. Que leamos a las mujeres, a las voces indígenas, afrodescendientes, queer. Que entendamos que el Boom fue un rugido, sí, pero no fue el único. Y que el eco de sus silencios también nos habla.
Porque si algo nos enseñó el Boom es que la literatura tiene el poder de transformar la mirada. Y ahora, nos toca mirar más allá.