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Borrados y tiznados

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Especial Meridiano | Jorge Enrique González

En lo alto de Los Metates, en Zitacua, los llaman borrados. O tiznados. Pero son mucho más que eso. Cada Semana Santa, durante la Judea, se embadurnan el cuerpo entero con ceniza negra y desaparecen: ya no son hombres. Son otra cosa. Así sucede, aunque no lo sepan, aunque no lo expresen con palabras.

Lo que ocurre en Zitacua no es un teatro. Tampoco un carnaval. Es un ritual que carga, en sus formas, la memoria de guerras antiguas, la pedagogía de la evangelización colonial y la persistencia de una cosmovisión indígena que nunca se rindió. La Semana Santa cora no es una escenificación. Es una forma de reordenar el mundo.  Es un rito cora en una comunidad mayoritariamente huichola, con gobernador tradicional de 26 años de ese grupo originario, para mayores señas.

Cada año, durante días, hombres jóvenes, unos 40, se transforman. Se borran. El verbo no es casual: dejan de ser quienes son. Al cubrirse con ceniza de olote quemado, se vuelven entidades del inframundo.  De noche. De muerte. Como lo explicó Konrad Preuss en sus estudios sobre la cultura cora, los tiznados emergen del mundo de abajo para capturar al Cristo-Sol, que debe morir para que la tierra vuelva a nacer (Preuss, citado en Guzmán, 2025). “El tizne, al cubrir el cuerpo, es un acto de desaparición del yo humano y de aparición del yo ritual”, escribe Guzmán (2025, p. 42).

En Tepic, me declaran el viernes, hay una variante: se tiznan con llantas quemadas. Desconozco su toxicidad cubriendo cuerpo, rostro y pelo. El olote sustituido por las ruinas automotrices, tropicalización urbana.

Los borrados se mueven en grupo. Corren, gritan, danzan con machetes de madera, cubetas de pintura en funciones de tambor, flautas de carrizo. Custodian la comunidad, pero también la invaden. Se les teme y se les respeta. En esos días, la autoridad no la tienen los gobernadores ni los fiscales: la tienen ellos. “Durante la Judea, el orden se subvierte. El caos tiene permiso” (Guzmán, 2023, p. 67).

La Judea no es un simple eco de la Pasión de Cristo. Es una guerra astral. Una disputa cósmica entre la luz y la sombra. En la tradición cora, Cristo no es un salvador. Es el Sol. Y los tiznados, pintados de negro, encarnan la noche que lo captura. Ese combate no es simbólico: es agrario. Si el Sol no muere, la lluvia no llega. Si la lluvia no llega, el maíz no crece. Así de simple. Así de complejo.

Pero también tiene cabida la versión oficial del catolicismo: antes del mediodía suben de las colonias aledañas en viacruicis para cruficificar a un joven Cristo mestizo, con un guión apegado a la narrativa del Nuevo Testamento.

Este ritual cora no es aislado. Tiene ecos. En Huejuquilla el Alto, Jalisco, los borrados también se pintan de negro y persiguen a la comunidad con chicotes. En la Sierra Tarahumara, los rarámuri giran en círculo toda la noche para proteger a su Cristo de los diablos pintados. En Sonora, los yaquis entierran sus máscaras de fariseo tras rendirse al Resucitado. En todos los casos, hay un uso ritual del color, del miedo, de la muerte y del cuerpo para contar una historia donde el mundo, cada año, vuelve a comenzar (INAH, 2020; Guevara Sánchez, 2018).

La ceniza con la que se tiznan no es un detalle estético. En su presente artesano y comercial, proviene remotamente de olote, el resto del maíz cosechado. El cuerpo tiznado es un campo arrasado. Un cuerpo que se quema para volver a sembrar. El tizne es muerte. Pero también es la semilla de lo que vendrá. “Los tiznados portan la ceniza de la milpa anterior. Son memoria del maíz viejo y promesa del maíz nuevo” (Neurath, 2014, p. 112). Es la memoria de su pasado agrario, olvidado por los viejos, desconocido por los jóvenes.

El antecedente histórico más remoto está en la Nueva Galicia del siglo XVI. En 1587, un fraile registró una “danza de negros” entre los coras. No eran africanos, eran indígenas embijados, que bailaban con tambor y flauta. Ya entonces, tiznarse era transformarse. Era romper con lo cotidiano y fundar algo nuevo (Archivo General de Indias, citado en Neurath, 2014).

Ese gesto —tiznarse, borrarse, reconfigurar el cuerpo para encarnar lo otro— no puede entenderse al margen de la historia de evangelización en el occidente de México. José Francisco Román Gutiérrez, historiador de la Universidad Autónoma de Zacatecas, ha documentado cómo, en la Nueva Galicia, “la implantación del cristianismo fue tan accidentada como fértil en resignificaciones” (Román Gutiérrez, 1998, p. 51). En sus estudios sobre las tensiones entre clero y comunidades originarias, destaca que muchos símbolos cristianos fueron adoptados por los pueblos indígenas no como sumisión, sino como recursos para sostener sus propias estructuras de sentido. En ese marco, el tizne pudo haber sido, desde el siglo XVI, una tecnología de camuflaje: una forma de seguir siendo sin parecerlo.

La apropiación del teatro evangelizador colonial fue clave. Las representaciones de la Pasión y las danzas de Moros y Cristianos se usaron para evangelizar. Pero los pueblos indígenas no las repitieron pasivamente. Las resignificaron. “Las Judeas no son una copia del drama cristiano. Son una relectura indígena del orden cósmico y social” (Neurath, 2014, p. 95).

Hoy, en Zitacua, la Judea se realiza con fervor, pero sin una comprensión plena de lo que significa el acto de tiznarse. El reportaje publicado ayer en Meridiano de Nayarit documentó la participación colectiva, pero no profundizó en este gesto que no es decoración ni disfraz, sino un acto fundacional. El cuerpo tiznado es un cuerpo otro. No imita. No actúa. Se convierte.

El antropólogo Erik Guevara Sánchez ha documentado que en muchas de estas Judeas, los tiznados no sólo ejecutan danzas y persecuciones. También aplican sanciones, castigos simbólicos. Se convierten en brazo de la justicia ritual. El pueblo les entrega su miedo. Ellos devuelven orden (Guevara Sánchez, 2018). “Durante esos días, los tiznados son autoridad. Son la ley y el caos en una misma figura” (Guevara Sánchez, 2018, p. 88). Este viernes en Zitacua, un “judío” que cometió una falta fue amarrado a un poste. Su pena fue canjeada voluntariamente por una pena menor, por intervención de una mujer que ofreció pagar 200 pesos de multa.

Al final, el Sábado de Gloria, todo termina. El Cristo resucita. Los tiznados huyen al río, los que tienen río; a la regadera, los que la tienen en Zitacua; a jicarazos a los que les falla el agua de llave un día sí y otro también. Se lavan el tizne como quien deja atrás una piel. La luz vuelve. El mundo se ha rehecho. La comunidad puede comenzar de nuevo. “La resurrección no es sólo de Cristo. Es de la comunidad, de la tierra, del ciclo agrícola” (Guzmán, 2023, p. 72).

Este ritual no es folclore. No es un espectáculo. Es un dispositivo social, espiritual y político. En él se condensan siglos de resistencia cultural, de negociación con el cristianismo, de reinterpretación del poder. La Judea es una cápsula ritual donde todo se pone en suspenso para volver a empezar. “El mundo debe construirse constantemente con trabajo ritual” (Guzmán, 2023, p. 75).

En otros contextos del país, como la Sierra Norte de Puebla o la región purépecha de Michoacán, los papeles de judíos, “emperejados” o demonios cumplen funciones similares. Se convierten en personajes que transgreden el orden, sólo para restaurarlo después. El color negro, las máscaras, los azotes y los fuegos rituales tienen una lógica: la del renacimiento.

En la Tarahumara, por ejemplo, los pintos –jóvenes pintados de blanco y negro– asaltan la iglesia. Los danzantes rarámuri la protegen. Es la guerra entre el bien y el mal. Entre el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus. Al final, el bien vence. Pero para vencer, primero debe combatir (INAH, 2020).

Las prácticas como la Judea, con sus tiznados y borrados, no se sostienen por la nostalgia. Se sostienen por la necesidad. Necesidad de explicar lo que no puede explicarse con palabras: el ciclo de la vida y la muerte. La lluvia y la sequía. La injusticia y su reverso.

Quienes se tiznan no lo hacen para representar algo. Lo hacen para ser otra cosa por unos días. Y eso, en un mundo, en un país donde casi siempre se impone el olvido, es una forma de memoria. Es también una forma de poder.

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Para conocer más, consulte:

Archivo General de Indias. (1587). Carta de fray Alonso Ponce.

Benítez, F. (1984). Los coras: etnografía de un pueblo indígena del occidente de México. Fondo de Cultura Económica.

Flores, A. (2012). La construcción del rito en la Sierra Tarahumara.Revista Mexicana de Antropología, 60(2), 145–168.

Guevara Sánchez, E. (2018). La Judea cora en Nayarit y la Judea en San Andrés del Teul, Zacatecas: apuntes para un rastreo histórico y simbólico. FILHA.

Guzmán, A. (2023). Xumuavikari náayarite. Transformación y actividades de los tiznados de la Semana Santa cora de Nayarit.” Encartes.

Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). (2020). Celebraciones de Semana Santa en pueblos originarios. INAH.

Lumholtz, C. (1902). Unknown Mexico: A record of five years’ exploration among the tribes of the western Sierra Madre; in the tierra caliente of Tepic and Jalisco; and among the Tarascos of Michoacán. Charles Scribner’s Sons.

Neurath, J. (2014). La guerra de las máscaras. Danza, identidad y cosmovisión en el noroeste de México. CONACULTA.

Preuss, K. (1926). Grammatik der Cora-Sprache. Leipzig: Verlag der Internationalen Zeitschrift für Völkerpsychologie und Sprachwissenschaft.

Román Gutiérrez, J. F. (1998). Evangelización y resistencia cultural en la Nueva Galicia. Universidad Autónoma de Zacatecas.

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