Especial Meridiano | Jorge Enrique González
No dijo su currículum. No lo necesitaba.
Sábado por la mañana. En el Foro Polivalente de la Ex Fábrica Textil de Bellavista, durante el Diplomado Rescate de las Memorias Comunitarias de Nayarit, Dalinda Sandoval se plantó frente a sus oyentes con unos minutos de impuntualidad compartida. No para hablar de historia. La encarnó. No fue a exponer una línea teórica ni a repetir citas: mostró qué pasa cuando una mujer convierte el pasado en acto presente.
Su charla se llamaba Apropiamiento histórico, cultural y documental, porque así lo definieron los convocantes. Lo que ocurrió fue otra cosa. Fue un ajuste de cuentas con el olvido. Una coreografía de recuerdos, silencios, videos, portadas de libros, oraciones quebradas. Fue un telar vivo. El que dejó su abuelo materno ante el cierre definitivo de la fábrica para ir a los talleres de hilados y tejidos de la Ciudad de México para seguir partiéndose la espalda. Del que partió su abuela materna para irse a Estados Unidos a abrir un negocio de comida sin conocer una palabra de inglés.
Contó que de niña pasaba frente a la fábrica sin saber qué era. Iba con su padre, futbolista, que jugaba los domingos en la cancha de Bellavista. Veía aquel edificio imponente como quien ve una montaña: sin nombre, sin historia. Mucho después supo que ahí había trabajado su abuelo. Que ahí se tejió parte de su historia familiar. Que ahí, en ese lugar hoy centro cultural y archivo histórico del estado, los niños mamaban los pechos con sabor a manta de sus madres obreras a la hora del descanso, rejas de por medio. Que ahí nació un lenguaje de señas frente al ruido de la maquinaria belga como único medio de comunicación. Durante años ella no supo que aquello era un lugar herido. No supo que las puertas habían sido cerradas y que los trabajadores fueron echados como si fueran ruido. Entonces entendió por qué había tanto silencio en ese pueblo, en las calles fantasmales.
Habló de su primer cortometraje: Recoger los pasos. Lo filmó en 1996, cuando tenía veintiún años. En VHS. Sin equipo. Con miedo. Con ganas. Basado en un sueño de su abuelo David Acosta Madero, ex obrero, ex dirigente sindical, que una noche de agonía deliró con asambleas, telares, huelgas. Ella filmó ese sueño. Invitó a obreros reales, que no habían vuelto a la fábrica en años, a entrar una vez más. Lo hicieron por ella. Por amor. Por el gesto. Aparecen en pantalla con camisas gastadas, con miradas que no terminan de asentarse. Contó que no sabía qué había hecho. Que al ver el resultado escuchó comentarios como “qué bonito, está loquita, pero qué bonito”. Que sólo muchos años después entendió el valor de aquel registro.

Ese fue el punto de partida. No habló desde el ego de videógrafa. Lo hizo desde la herida. Desde la pregunta que no se hizo a tiempo. Desde el vacío que dejó no haber grabado a sus tíos músicos cuando aún vivían. Desde la falta de una voz que ya no puede ser recuperada. Y eso, dijo, nos pasa a todos. No preguntamos a tiempo. No grabamos. No escuchamos. No escribimos. Y un día ya es tarde.
Después proyectó otro corto: Árbol para un ahorcado. Es un recorrido por la historia de Nayarit desde el siglo XIX, protagonizado por Manuel Lozada, el Tigre de Álica. También por el Indio Mariano y la lucha agraria de inicios del siglo XX. Contó que lo rodó en 1998, con una beca del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Nayarit. Que fue filmado en casas viejas, con actores locales. Que fue seleccionado en festivales internacionales, proyectado en Canal 22, digitalizado en 2020.
Comentó sobre el proyecto Nayaritas del Centenario, que es una página de Facebook que recoge retratos, historias, voces de quienes habitan el estado que en 2017 cumplió 100 años. Aparecen historias de vida de médicos, albañiles, comerciantes, amas de casa. Personas comunes. Personas invisibles para los discursos oficiales. Personas cuya memoria construye una identidad, una comunidad, un territorio. Dijo que no hace falta un mural de siete o setenta millones de pesos para preservar el pasado. Que no se necesita contratar a un artista famoso ni pedir permiso a nadie. Que basta una cámara, un celular, una libreta. Y tiempo. Y respeto.
Usó la metodología de esa página de redes sociales. Y entonces, llegaron ellas. Las obreras. Las ausentes. Las mujeres que trabajaron toda una vida en la fábrica textil de Bellavista. Las que criaron hijos entre turnos. Las que se enamoraron en los pasillos. Las que inventaron una lengua de señas porque el ruido de las máquinas impedía oír. Las que tejieron manta y tejieron comunidad. Dalinda las entrevistó. Las grabó. Las escuchó. Publicó un libro, financiado por el Congreso del Estado, que rindió un homenaje a las entrevistadas, diecisiete. Y luego hizo un documental, con siete de ellas. Tienen el mismo título: Obreras deshilando ausencias. Fueron presentados en las oficinas consulares de México en Chicago, en la Cineteca Nacional y en la Universidad de Murcia.

Es la fuerza de las historias de las obreras la que las llevó a esos foros. Mujeres diciendo que fueron felices. Que amaron la fábrica. Que la soñaban de noche. Que extrañaban el ruido insoportable. Que el día de San Juan se vestían de rojo y se iban a la presa a bañarse. Que hacían fiestas. Que fumaban a escondidas en el baño. Que fueron, sin saberlo, el centro de un universo.
Durante el rodaje, muchas de ellas volvieron a entrar a la fábrica después de muchos años de callar sus dolores, de apagar sus nostalgias. Algunas habían dicho que nunca más pisarían ese lugar. Pero entraron. Vieron las paredes. Las máquinas oxidadas. Las ventanas rotas. Y lloraron. Dijo que muchas nunca habían salido de Bellavista y que cuando las llevaron al Congreso del Estado quedaron asombradas con la carretera, con los autos, con las calles de Tepic, con el recibimiento de los diputados. Que en ese homenaje se les dio su propio libro en caja de lujo. Que fue una fiesta justa para ellas.
Después proyectó Cartas a Violeta, un proyecto en el que jóvenes relataron su primer acoso. Cartas anónimas, crudas, necesarias. Algunas empezaban con frases como “tengo cinco años” o “no sé si contarlo”. Explicó que las chicas agradecían el espacio. Que sólo hacía falta hacer la pregunta correcta. Y que entonces, la historia aparece.

Contó también que ahora trabaja con las Indomables, un grupo de mujeres de la colonia Dos de Agosto de Tepic que quieren rescatar su memoria. Dijo que ya no es ella quien pregunta, sino que son ellas quienes proponen. Que eso es lo más importante: cuando la memoria se vuelve deseo colectivo.
Cerró con una frase: “Heredera soy. De la manta. Del telar. De la historia. ” Y entonces hubo silencio. Ese silencio que no es incomodidad, sino gratitud. Ese que deja la voz cuando ha dicho lo necesario.

No trajo citas de museo. Trajo cicatrices. Trajo heridas que aún sangran y otras que ya están cicatrizadas pero duelen con la lluvia. Trajo pasado. Trajo presente. Y se fue, como se van los que cuentan bien: dejando algo adentro.
Llegó el momento de preguntas. Nadie preguntó. Tampoco hubo comentarios. No hacía falta.
Recrear la historia a través de vivencias que se convierte en experiencias de los ancestros hacia las nuevas generaciones, pasado que generó derechos laborales, movimiento social que ha trascendido y que son impulsores para no olvidar y percatarse de cómo puede transformarse la vida buscando mejoras sin ocultar que dolió pero también transformó. El sentido de la historia para no repetir y evolucionar, narrar para no olvidar y mantener las ganas de prosperar. Gracias por estos artículos tan interesantes información que se requiere para conocer más de este maravilloso Nayarit