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Volantín | Día del Trabajo; Conmemoración y desafío

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Cada 1º de mayo se celebra el Día Internacional del Trabajo, una fecha que conmemora las históricas luchas obreras por condiciones laborales dignas, salarios justos y jornadas humanas. Más allá del feriado, de las marchas sindicales o de los discursos institucionales, esta jornada invita —o debería invitar— a una reflexión profunda sobre el valor del trabajo en nuestras sociedades y sobre el lugar que hoy ocupan los trabajadores en un mundo en permanente transformación.

El Día del Trabajo tiene raíces profundas en el movimiento obrero internacional. Su origen se remonta a los mártires de Chicago, un grupo de trabajadores que fue ejecutado tras participar en una huelga masiva en 1886 para reclamar la jornada laboral de ocho horas. Su sacrificio simboliza la lucha colectiva frente a la explotación y la resistencia ante un sistema que, entonces como ahora, suele poner el capital por encima de la dignidad humana.

Celebrar este día sin recordar su origen es reducirlo a una simple fecha en el calendario. Pero tampoco basta con honrar el pasado. La memoria de los mártires del trabajo debe ser una herramienta viva, una brújula para los desafíos que enfrentan hoy millones de trabajadores en contextos muy distintos, pero con injusticias que, en muchos casos, siguen siendo similares.

El mundo del trabajo ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. La automatización, la digitalización y el avance del modelo de economía de plataformas han creado nuevas oportunidades, pero también nuevas formas de precariedad. El auge del trabajo freelance, de los repartidores por aplicación, de los conductores de plataformas, plantea preguntas incómodas: ¿Quién es responsable por sus derechos laborales? ¿Quién garantiza su seguridad social? ¿Quién establece los límites frente a la explotación disfrazada de flexibilidad?

Hoy, millones de trabajadores viven en la incertidumbre: sin contratos, sin cobertura médica, sin vacaciones, sin sindicatos. Algunos celebran este fenómeno como “libertad laboral”, pero es una libertad que muchas veces se parece demasiado al abandono. La vieja figura del obrero de fábrica ha sido reemplazada, en muchos casos, por trabajadores solitarios, fragmentados, sin representación colectiva. Y eso tiene consecuencias no solo económicas, sino también sociales y psicológicas.

La irrupción de la inteligencia artificial ha vuelto aún más compleja la ecuación. Se estima que millones de empleos, en todo el mundo, serán automatizados en los próximos años. El temor a la pérdida masiva de trabajos convive con la esperanza de que la tecnología libere a las personas de tareas repetitivas y permita concentrarse en actividades más creativas o humanas. Pero esa promesa solo se cumplirá si existe una política clara de transición, de formación y de distribución equitativa de la riqueza que genera el progreso tecnológico.

El peligro, como siempre, es que los beneficios de la innovación sean apropiados por unos pocos, mientras las consecuencias recaen sobre los de siempre. Ya no alcanza con hablar de “generación de empleo”: es urgente hablar de “calidad del empleo”, de protección social universal, de renta básica, de reconversión laboral. La dignidad no puede estar atada a un puesto de trabajo que desaparece con un algoritmo.

En este escenario cambiante, el rol del Estado y de los sindicatos cobra una importancia renovada. Si bien es cierto que muchas estructuras sindicales necesitan modernizarse y reconectarse con los nuevos sectores laborales, su función sigue siendo esencial: defender derechos, organizar la voz colectiva, equilibrar la relación entre empleadores y empleados. Sin esa mediación, la desigualdad se profundiza y la democracia se debilita.

El Estado, por su parte, debe dejar de actuar como un mero facilitador del mercado y asumir su papel como garante de derechos. Eso implica políticas públicas activas de empleo, inversión en educación técnica y superior, regulación efectiva de nuevas formas de contratación, y, sobre todo, una visión ética sobre el trabajo. Porque el trabajo no es solo una fuente de ingresos: es también una forma de pertenencia, de reconocimiento, de construcción de sentido personal y social.

Cada 1º de mayo, en muchos países, se produce una tensión entre la celebración y la protesta. Para algunos, es un día de descanso merecido, una ocasión para reconocer lo alcanzado. Para otros, es un día de lucha, de denuncia, de visibilización de injusticias persistentes. Ambas dimensiones son necesarias y legítimas. No se trata de elegir entre una u otra, sino de integrarlas en una mirada compleja que entienda que los derechos que hoy disfrutamos son fruto de luchas pasadas, y que lo conquistado puede perderse si no se defiende activamente.

Este Día del Trabajo debería ser una oportunidad para preguntarnos qué tipo de sociedad queremos construir. ¿Una en la que el trabajo sea un privilegio precario o un derecho garantizado? ¿Una en la que el éxito se mida solo por la productividad o también por el bienestar? ¿Una en la que las personas trabajen para vivir o vivan para trabajar?

En conclusión, el 1º de mayo no es solo un feriado: es un símbolo de resistencia, de dignidad, de esperanza. En un mundo atravesado por el individualismo, por la precariedad y por la fragmentación social, reivindicar el valor del trabajo —y de quienes lo realizan— es un acto profundamente político y humano.

En un contexto global donde las desigualdades se amplían y las certezas se erosionan, volver a poner el trabajo en el centro de la agenda pública es más urgente que nunca. Pero no cualquier trabajo: no el trabajo esclavizante, mal remunerado, inseguro o alienante, sino el trabajo digno, libre, creativo y protegido.

Porque no se trata solo de conmemorar el pasado, sino de imaginar y construir un futuro donde el trabajo no sea una condena, sino una expresión de nuestra humanidad compartida.

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