No, no es tu imaginación. Comprar una casa en Nayarit, y en buena parte del país, se ha convertido en una misión cada vez más inalcanzable. Y no es una percepción subjetiva: los datos lo confirman. El más reciente informe del Índice de Precios de la Vivienda 2024, publicado por la Sociedad Hipotecaria Federal (SHF), deja claro que estamos ante una realidad tan preocupante como contundente: los precios de la vivienda siguen subiendo sin freno, mientras la capacidad económica de los trabajadores apenas si logra mantenerse a flote.
Según el informe, el precio promedio nacional de una vivienda media ya supera el millón 730 mil pesos. Esta cifra, por sí sola, ya es difícil de asumir para el trabajador promedio, pero adquiere tintes dramáticos si consideramos que los créditos hipotecarios a los que puede acceder la mayoría de los empleados formales se sitúan entre los 500 mil y los 750 mil pesos. Esa diferencia no es una brecha: es un abismo que crece cada año.
Y Nayarit no solo sigue esta tendencia, sino que pertenece al “cuadro de honor”. En el cuarto trimestre de 2024, el valor de las viviendas adquiridas mediante crédito hipotecario en el estado creció un 11.1 por ciento, alcanzando un promedio de un millón 807 mil 586 pesos. Esto lo coloca como el séptimo estado más caro del país. Aún más alarmante es el caso de Tepic, su capital, donde el aumento fue del 11.7 por ciento y los precios ya superan, en muchos casos, los dos millones de pesos. Tepic ocupa el puesto once de los dos mil 477 municipios a nivel nacional, confirmando que acceder a una vivienda digna no es hoy un derecho, sino un privilegio reservado para unos pocos.
Pero la gravedad del problema va mucho más allá de los números. Lo realmente alarmante es que este encarecimiento se da en un estado con profundas desigualdades sociales, ni para dónde hacerse. Según el Informe de Pobreza y Evaluación 2022, municipios como Del Nayar, Huajicori y La Yesca presentan los mayores índices de pobreza y pobreza extrema, con severas carencias en servicios básicos como salud, educación y seguridad social.
Sin embargo, incluso municipios con un alto grado de urbanización y actividad económica, como Tepic y Bahía de Banderas, emblemas del crecimiento urbano y turístico, lideran también la lista de localidades que concentran la mayor cantidad de pobres. Curiosamente, estos mismos lugares concentran a una gran parte de los más acaudalados. La lógica es clara: para que existan ricos, debe haber una gran cantidad de pobres.
Un dato alarmante revela que más de la mitad de la población empobrecida de Nayarit se agrupa en apenas tres municipios. De este modo, mientras en algunas zonas florecen complejos residenciales y promesas de modernidad, en otras se lucha por la mera supervivencia y todo en menos de un kilómetro de distancia.
La pobreza en Nayarit alcanza el 29.3 por ciento, colocándolo en el lugar 18 a nivel nacional. Más del 51 por ciento de su población carece de acceso a seguridad social, y cerca del 40 por ciento enfrenta deficiencias en la atención médica. El panorama es aún más desalentador para los jóvenes: el 37.9 por ciento de la población entre 12 y 29 años vive con ingresos por debajo de la línea de bienestar, según datos del INEGI.
¿Cómo hablar de acceso a la vivienda cuando lo más básico como la salud, la seguridad o un ingreso digno, sigue siendo inaccesible para tantos? La paradoja es dolorosa: mientras los precios suben impulsados por un mercado sin regulación efectiva, la mayoría de la población se hunde en la precariedad. La vivienda, que debería ser un pilar del bienestar y una meta alcanzable, se transforma en símbolo de la desigualdad estructural del país.
El problema no es nuevo, pero se ha intensificado con el tiempo. La inflación inmobiliaria no ha sido acompañada por una mejora real en los ingresos de la población. El salario mínimo ha crecido en términos nominales, pero aún está lejos de cubrir las necesidades básicas de una familia, y mucho menos de permitir la compra de una vivienda sin endeudarse durante décadas. La informalidad laboral y la falta de seguridad social agravan aún más el panorama, dejando a millones fuera del radar de los créditos hipotecarios tradicionales.
Mientras tanto, las políticas públicas parecen moverse en una dirección contraria a las necesidades reales de la ciudadanía. Se sigue apostando por incentivar la construcción, sin atender la demanda real. Las desarrolladoras inmobiliarias reciben facilidades, subsidios y permisos, pero el producto que ofrecen muchas veces está fuera del alcance de quienes más lo necesitan. ¿De qué sirve construir más si las viviendas no son asequibles para la mayoría?
Es momento de repensar el modelo. Urge una estrategia integral que no solo contemple la producción de vivienda, sino que parta de la realidad social del país. Necesitamos políticas que regulen el mercado inmobiliario, que frenen la especulación y que prioricen el acceso de las familias a un hogar digno y asequible. También se requiere una inversión seria y sostenida en infraestructura básica, servicios públicos, transporte, salud y educación, especialmente en los municipios más marginados.
Asimismo, deben fortalecerse los programas de vivienda social con un enfoque verdaderamente incluyente. No se trata solo de construir casas, sino de garantizar entornos habitables, seguros, conectados y sostenibles. La vivienda no debe ser vista como una mercancía más, sino como lo que realmente es: un derecho humano.
Porque mientras no se garantice el derecho a una vivienda digna para todos, hablar de desarrollo será seguir vendiendo una promesa vacía. Y cada nuevo fraccionamiento de lujo que se inaugura en medio de comunidades empobrecidas será una muestra más de lo lejos que estamos de un país justo y equitativo.