Tomás López Villaseñor fue un funcionario atípico del área cultural de la autoridad educativa en Nayarit. Durante su gestión lanzó una convocatoria a los docentes para que escribieran sus experiencias en el aula. Una selección de los trabajos se publicó en forma de libro con el título Dime, maestro, te escucho.
Entre las muchas actividades que tuve que desempeñar para ganarme la vida, hice trabajo editorial. Leí las pruebas de imprenta de ese libro y guardo en la memoria algunas historias de maestros nayaritas.
Cualquiera que haya sido la razón, el resultado fue un puñado de historias que transmitían más que un tratado de pedagogía, didáctica o filosofía de la educación
Sobra decir que se centraban en sus experiencias personales, en especial las de sus primeros años de servicio. No sé si porque así lo indicaba la convocatoria, porque esa era la orientación de la mayor parte de los textos enviados o porque esos fueron los criterios de selección. Cualquiera que haya sido la razón, el resultado fue un puñado de historias que transmitían más que un tratado de pedagogía, didáctica o filosofía de la educación.
Recuerdo una que comparto cuando viene al tema la importancia de la actitud del maestro sobre los alumnos. Hacía evidente poder de la expectativa sobre el desempeño. Y que basta un poco de fe para que las metas personales o grupales se logren.
Una maestra recién egresada de la Escuela Normal fue enviada a una remota escuela de la sierra. No tuvo palanca que le ofreciera una plaza en Tepic, cerca de su casa. Así que la joven llegó a la ranchería con mucho entusiasmo. Conoció a sus alumnos, tal vez de cuarto de primaria, si mi memoria se mantiene funcional. Uno de los niños era visiblemente mayor. Cursaría el grado por tercer año consecutivo. No era necesario preguntar por qué estaba en esa situación; sus exámenes no daban una calificación aprobatoria para ser promovido a quinto. Sin más, la maestra lo nombró monitor, como se llama al estudiante que ayuda al profesor a repartir materiales, mantener el orden y apoyar a los compañeros.
El muchacho no pudo estar más alegre. Pronto vino una tarea: las fiestas del 16 de septiembre, desfile incluido. Fueron repartidos los papeles. Él, por su edad, estaba que ni mandado a hacer para el padre de la patria. Sólo requirió una media rota, algodón y un trapo viejo como estandarte, para convertirse en el cura de Dolores.
El modestísimo festín patrio que recorrió las áridas calles operó un milagro. Aquel niño mayor de su clase dejó de ser el “burro” para ser el ayudante de la maestra y líder del salón. Y, bueno, el padre de la patria. ¡Nomás!
Debe haber cientos o miles de historias similares de niños que fueron salvados por la actitud de sus maestros, a veces más positiva que las que se manifestaban en sus propios hogares
Por si faltara poco. Por la noche la maestra había elaborado a mano reconocimientos para los niños. Uno de ellos leyó en la colorida cartulina con esmerada caligrafía su nombre y abajo el de Miguel Hidalgo y Costilla. Llegó a su casa como héroe consumado.
Ese día la vida del niño-muchacho cambió para siempre.
No lo narra con esas palabras la maestra, que sólo apunta la situación del alumno, el papel que representó en las fiestas septembrinas, el reconocimiento y el gusto de llegar con el cartón a su casa. Y añade que pasó de grado, sin haber detectado retraso en su desempeño durante el ciclo escolar. No hace falta que saque conclusiones de la estrategia concreta y su valor en el caso del alumno no promovido en años anteriores.
Tampoco falta aclarar que las de ese libro son historias sencillas, no autocelebratorias. Emotivas, sí. Contundentes, también. Egocéntricas, no. Demagógicas, tampoco.
Debe haber cientos o miles de historias similares de niños que fueron salvados por la actitud de sus maestros, a veces más positiva que las que se manifestaban en sus propios hogares. Pero, igualmente, abundan los casos de docentes, desde preescolar hasta doctorado, que con sus palabras, obra y omisión, hundieron el desempeño, rumbo y vida de sus alumnos.
A ambos, nuestra felicitación. Deseamos que se multipliquen los que, al depositar expectativas en sus educandos, los empujan y que cambien aquellos que los bloquean.