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miércoles, julio 30, 2025

Sordera y cambio

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El cambio es la necesidad más crítica en salud mental. Abundan las corrientes psicológicas, tanto científicas como fraudulentas, que ofrecen alternativas, pero en ambos casos con resultados modestos. Cambiar implica desmontar convicciones, cuestionar emociones, revisar experiencias y reorganizar prioridades. No es sencillo, y por eso es tan poco frecuente.

Tanto a nivel individual como colectivo, la sordera se convierte en un mecanismo de defensa. Y esa sordera, persistente y selectiva, es la madre de todas las intransigencias. Es la incapacidad de escuchar lo que no se quiere oír, de atender al otro sin sentir que se traiciona algo interno o propio.

Quien logra superar esa resistencia y se dispone a escuchar, abre la posibilidad de construir respeto y tolerancia. Es uno de los pocos caminos reales para contrarrestar la oscuridad que producen los fanatismos religiosos, políticos e ideológicos. No hay avance sin escucha. No hay reforma sin disposición al diálogo.

El proceso de reconciliación tras el genocidio de Ruanda, documentado en una serie de fotografías de personas que habían solicitado y otorgado perdón, parecía imposible. Sanar una herida colectiva de más de medio millón de muertes no es una tarea sencilla. Una voluntad firme, una fe activa en la reconstrucción social y una estrategia cívica clara lograron sostenerlo. Fue un ejemplo de justicia restaurativa en su expresión más difícil y más valiente. No se trató de borrar lo ocurrido, sino de encontrar formas de convivir después del horror.

Reducir las tensiones extremas y los ambientes polarizados no debe ser un tema menor. Tiene que formar parte de cualquier agenda comunitaria, política, educativa y mediática. El ruido constante de los discursos cerrados ha desplazado al diálogo. La imposición ha ocupado el lugar de la persuasión. El miedo a cambiar ha sido disfrazado de firmeza.

No se trata de abandonar las ideas propias, sino de tener la capacidad de escuchar y, si es necesario, reconsiderar. Escuchar no obliga a coincidir, pero sí a reconocer al otro como interlocutor legítimo. Es un ejercicio que exige paciencia, voluntad y una cierta humildad intelectual. Hay formas de ganar aunque no se mantenga una posición de todo o nada.

Hay momentos en los que dos opiniones opuestas pueden ser verdaderas al mismo tiempo. Lo que para una persona es demasiado, para otra puede ser insuficiente. Y ambas percepciones pueden estar bien. Lo que no resulta comprensible es que uno de los lados insista en imponer su versión como la única válida. Que el creyente pretenda convertir al ateo, o que el ateo se burle de la fe del otro, sólo conduce al conflicto innecesario. La convivencia no exige coincidencia, sino respeto.

¿Alguien debe enojarse porque su esposa dice que el agua está fría, mientras él la siente templada? ¿Pasa algo si uno disfruta los camarones y el otro es alérgico? ¿Hace falta romper una relación por eso? La vida está llena de diferencias que no exigen resolución, sino aceptación.

¿Tiene sentido perder tiempo en mesas familiares donde unos defienden con pasión a López Obrador como si fuera una figura redentora, mientras otros lo colocan en los márgenes del autoritarismo? ¿Alguien gana cuando la conversación se vuelve un campo de batalla? ¿Vale la pena romper vínculos por no coincidir en una evaluación política?

Este domingo, en San Blas, hice una revisión personal de los temas que han generado divisiones en la ciudad. Mi suegro, aficionado al futbol, quiere que se reconstruya el estadio Nicolás Álvarez Ortega. Mi hija propone una mejor Ciudad de las Artes. Una prima sugiere que se hagan ambas cosas. Nadie está equivocado. Todos tienen razones válidas. Y lo más importante es que siguen hablando entre ellos sin necesidad de tener la misma opinión.

No se trata de callar. Se trata de aprender a escuchar sin sentir que ceder es perder. Porque escuchar también es una forma de convivir. Y convivir, a fin de cuentas, es uno de los mayores logros colectivos posibles.

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